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Más allá del personaje-creatura, del personaje-
figura: caducidad de la noción de personaje
Victor Viviescas
Para citar este artigo:
VIVIESCAS, Victor. Más allá del personaje-creatura, del
personaje-figura: caducidad de la noción de personaje.
Urdimento
Revista de Estudos em Artes Cênicas,
Florianópolis, v. 4, n. 53, dez. 2024.
DOI: 10.5965/1414573104532024e207
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Victor Viviescas
Florianópolis, v.4, n.53, p.1-23, dez. 2024
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Más allá del personaje-creatura, del personaje-figura: caducidad de la noción de personaje1
Victor Viviescas2
Resumen
Este artículo se propone argumentar que la categoría de personaje ha caducado y
postular la categoría alternativa de Figura en el teatro contemporáneo. La categoría de
personaje está vinculada a la representación mimética o figurativa del mundo, lo que
vuelve inoperante al personaje en teatros posdramáticos o posrepresentacionales de los
tiempos actuales. El artículo sigue en detalle las alternativas que ofreció en su momento
Jean-Pierre Sarrazac del personaje-figura, el personaje-criatura y aún el in-personaje
como estrategias de salvamento de la categoría, para ratificar su crisis y su relevo por la
noción de Figura en el teatro actual.
Palavras-chave
: Personaje. Impersonaje. Figura. Crisis del personaje. Caducidad del
personaje.
Beyond the character-creature, the character-figure: expiration of the notion of character
Abstract
This article aims to argue that the category of character has expired and to postulate
the alternative category of Figure in contemporary theater. The category of character is
linked to the mimetic or figurative representation of the world, which makes the
character inoperative in postdramatic or postrepresentational theaters of current times.
The article follows in detail the alternatives that Jean-Pierre Sarrazac offered at the time
of the character-figure, the character-creature and even the in-character as rescue
strategies for the category, to ratify its crisis and its replacement by the notion of Figure
in current theater.
Keywords:
Character. Im-character. Figure. Character crisis. Character expiration.
Para além da personagem-criatura, a personagem-figura: expiração da noção de
personagem
Resumo
Este artigo tem como objetivo argumentar que a categoria de personagem expirou e
postular a categoria alternativa de Figura no teatro contemporâneo. A categoria
personagem está ligada à representação mimética ou figurativa do mundo, o que torna
a personagem inoperante nos teatros pós-dramáticos ou pós-representacionais da
atualidade. O artigo acompanha detalhadamente as alternativas que Jean-Pierre
Sarrazac ofereceu na época do personagem-figura, do personagem-criatura e mesmo
do personagem-in-personagem como estratégias de resgate da categoria, para ratificar
sua crise e sua substituição pela noção de Figura no teatro atual.
Palabras clave
: Personagem. Im-personagem. Figura. Crise de personagem. Expiração
de personagem.
1 Revisão ortográfica, gramatical e contextual em español do artigo realizada por Nicolás Sepúlveda Perdomo,
profesional y magíster en Estudios Literarios por la Universidad Nacional de Colombia.
2 Profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá en el Departamento de Literatura y, desde
octubre de 2020 hasta septiembre 2024, vicedecano académico de la Facultad de Ciencias Humanas. Hace
parte del equipo docente del doctorado en Ciencias Humanas y Sociales, en la tutoría de estudiantes, y de
las maestrías en Estudios Literarios y en Teatro y Artes Vivas. En 2024 realiza una estancia de estudios
posdoctorales en la Universidade do Estado de Santa Catarina en Florianópolis, Brasil, en el área de Teatro,
Sociedad y Creación Escénica.
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Introducción: la perenne categoría de personaje
La categoría de personaje es central en la obra dramática y en el teatro desde
su constitución en la tragedia griega. A partir de allí ha sido central a lo largo de
esa misma tradición, incluyendo entonces la del teatro en América Latina y en
Colombia, que es el lugar desde donde hablamos. Pero dos observaciones se
imponen de manera inmediata a la anterior aseveración: por un lado, esta larga
tradición no ha sido homogénea, con lo que queremos señalar que la situación y
el estatuto del personaje han estado sometidos a demandas, crisis y cambios en
su comprensión y en su funcionamiento, algunas de las cuales reseñaremos a
continuación. Y, en segundo lugar, es necesario constatar desde ahora que la
categoría de personaje ha estado vinculada a un teatro dramático de
representación, de ficción, así mismo, asociada a la correspondencia figurativa de
ser la imagen del hombre en la obra dramática. Nuestra hipótesis es que la deriva
en la que se compromete el teatro a partir del final del siglo XX y hasta nuestros
días representa una crisis mayor que las crisis que la han antecedido; para decirlo
de una vez, es una crisis que señala la caducidad de la categoría misma de
personaje.
La asociación de la categoría de personaje desde su origen a la “invención”
del teatro dramático de representación o de ficción puede ser constatado en la
Poética
de Aristóteles, en la que este establece la dialéctica entre acción y
personaje, al tiempo que prescribe la preeminencia de la acción sobre el sujeto de
esta. Aristóteles afirma de manera categórica la condición del personaje de ser la
representación del hombre en la obra dramática, su condición de agente que
dinamiza la acción, así como su condición ancilar respecto de la trama argumental
en la representación dramática. Establecida esta jerarquía entre acción y
personaje, Aristóteles solo se preocupa de proponer un régimen de caracterización
del personaje, en la perspectiva de que sea verosímil como imagen del hombre.
Puesto que la tragedia es representación de acción, de la que son agentes los
personajes, estos deben tener necesariamente cualidades que los especifiquen en
el orden del carácter y de su pensamiento, porque carácter y pensamiento del
personaje son datos que modifican la valoración que los espectadores hacemos
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de la acción o del desempeño del personaje en la acción (Aristóteles, 1980, p. 53).
Si esta formulación de Aristóteles establece el marco general de
comprensión del personaje, de su estatuto en la ficción dramática, de su función
y de lo que lo caracteriza, es cierto que, dentro del mismo marco, se darán también
transformaciones de diferente grado, así como se plantearán críticas a esta
vinculación de personaje, acción y figuración representacional, hasta impugnar,
eventualmente, incluso la primacía de la acción sobre el carácter. En relación con
la representación escénica, es decir, con el momento de puesta en escena y
encuentro con el público, Patrice Pavis (1996) privilegia en la definición del
personaje el ser la encarnación por parte del actor para que este logre la presencia
en el escenario —puesto que el personaje toma del actor su cuerpo, sus rasgos y
la voz, creando así la ilusión de fusión total entre uno y otro—, al mismo tiempo,
nos recuerda que el personaje “comenzó no siendo más que una máscara [
persona
en latín] que correspondía al rol dramático en el teatro griego”3, a partir del cual el
personaje sufre un conjunto de transformaciones históricas. Pavis (1996) identifica
una serie de las que llama “metamorfosis históricas del personaje”, de las que
quizás la más emblemática sea la que describe el tránsito de la comprensión del
personaje como
persona
, es decir, máscara, en el teatro griego —en el que el
personaje está claramente desprendido del actor, quien es solamente su
ejecutante y no su encarnación—, hasta las diferentes modalidades de
identificación del actor con el personaje, en las que el actor encarna al personaje
y este deviene en una entidad sicológica y moral, igual a los hombres de la vida
real, de quienes se convierte en su imagen (Pavis, 1996, p. 247-248).
Pero, desde nuestra perspectiva, es quizás Robert Abirached (1994) quién
establece de manera más precisa y sistemática la caracterización del personaje
dentro del marco global de la mímesis aristotélica; su puesta en crisis, una primera
vez, en la mímesis burguesa del siglo XVIII y, una segunda vez, tal vez definitiva, en
la crisis de la representación que afecta al teatro europeo en el tránsito del siglo
XIX al XX, en lo que varios autores denominan precisamente la
crisis del drama
,
autores a los que haremos referencia a continuación.
3 Excepto cuando sea anunciado, todas las citas y perífrasis de las fuentes originales en francés son traducción
del autor del artículo.
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Por una teoría sistemática del personaje… y su puesta en crisis
Para Abirached (1994), la teoría del personaje debe pensarse en el marco de
una teoría de la representación mimética, a la cual pertenece y dentro de la cual
toma sentido. Esta teoría del personaje nos permite no confundir al personaje con
la persona humana, ni tampoco con un carácter o una pasión: el personaje se
define menos por su contenido que por su forma —y su función, podríamos
agregar nosotros ahora—, que se presenta como “una configuración de relaciones
móviles, susceptibles de funcionar según combinaciones múltiples” (Abirached,
1994, p. 89). Al mencionar las categorías que están en “relaciones móviles”,
Abirached establece para nosotros un verdadero sistema estructural de la
mímesis, en el que cobra sentido la categoría de personaje:
sometido a la organización general de la fábula, no disponiendo para
manifestarse más que de sus acciones y de lo que dice, puesto en
posición de exceso frente a lo real y llevando en contra relieve o de
manera implícita los rastros vivos de lo imaginario, el personaje aparece
ante nuestros ojos como un conjunto de signos a la espera de su
cristalización, o incluso como una red de índices en suspensión
(Abirached, 1994, p. 89-90).
Esta comprensión del personaje es subsidiaria, decíamos, de una teoría de la
mímesis en el marco de la cual toma sentido. Esto significa que “el objetivo de la
representación es imitar las acciones de los hombres por medio de los actores, a
través de un espacio y un tiempo figurados, en frente de un público invitado a
creer en las imágenes así construidas” (Abirached, 1994, p. 89). Esta operación de
mímesis, así construida, mediante el privilegio funcional de las acciones de los
hombres que se imitan mediante la presencia y el cuerpo del actor en este
espacio-tiempo figurado, es “una actividad del imaginario que se ejerce sobre lo
real que no solo tiene como objeto ofrecer placer, sino que se propone también
afirmar y fortalecer un saber” (Abirached, 1994, p. 89). Esta creencia o fe, que la
teoría reclama como aporte del espectador, es el núcleo mismo de la operación
de figuración mimética que acomete el teatro de representación, en el que se
constituye el pacto ficcional entre espectador y escena; este permite, mediante el
mecanismo de la denegación, que la escena, construida desde y con lo real por
reclamo u orientación de lo imaginario, se dote de la verosimilitud necesaria para
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que funcione como una realidad imaginaria.
En lo que tiene que ver específicamente con el personaje en el contexto de
la teoría mimética, Abirached (1994) identifica tres dimensiones de constitución de
la identidad ficticia del personaje. En primer lugar, está la dimensión de
persona
,
es decir, de máscara por su significado en latín; en segundo lugar, la del
rol
o
tipo
,
que es más expresivo en francés
;
y finalmente la del
carácter
(Abirached, 1994,
p. 19-42).
De esta manera, entonces, vemos cómo en la teoría mimética del drama, los
personajes tienen como tarea primordial “hacer vivir materialmente una imagen
del mundo, de la sociedad y de los hombres” (Abirached, 1994, p. 20). Imagen, sí,
porque la dimensión de
persona
o
máscara
hace alusión a una figura puesta a
distancia de lo real; imagen que se vuelve soporte de la proyección del imaginario
colectivo que el espectador identifica y construye sobre el personaje, como lugar
de intercambio entre lo real y lo imaginario, que es el
tipo
o rol; y que finalmente,
tiene vocación de individualización mediante la acumulación de rasgos distintivos
de
carácter
. Pero también imagen del mundo, porque la figura construida por la
triple dimensión de
máscara
,
tipo
y
carácter
depende del soporte de la acción para
su realización, lo que determina el imperio o privilegio de la fábula o argumento. E
incluso, imagen en proceso de construcción, pues para su materialización debe
contar con el cuerpo del actor y, para su completa significación, con el aporte de
la mirada del espectador.
De esta manera, proponer una teoría del personaje es analizar las condiciones
suficientes y necesarias para que una estructura como la que define su estatuto y
su función, que se mueve entre las determinaciones de la fábula, pero que
depende del cuerpo del actor y del imaginario del espectador, se estabilice,
funcione y permanezca en estado de disponibilidad abierta. Por esto, Abirached
(1994) señala lo que llama la paradoja vinculada al estatuto del personaje teatral:
“que no alcanza la vida, sino sustrayéndose a ella” (Abirached, 1994, p. 90),
mediante el intercambio de realización de lo irreal e irrealización de lo real que
preside el establecimiento del rol y que interviene en todas las etapas del proceso
teatral (Abirached, 1994, p. 26).
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La crisis del personaje
La teoría mimética de la representación y del personaje en Robert Abirached
está inserta en la cultura, o como él la llama, la civilización occidental. Hay un
vínculo constitutivo entre la cultura de Occidente y la teoría así definida, lo que le
ha permitido, como decíamos antes citando al autor, permanecer prácticamente
inalterada en los tiempos en los que ha tenido continuidad: la tradición griega y
latina, el principio del Renacimiento, el tiempo de los siglos XVI y XVII del barroco
y del neoclasicismo francés. Como era previsible entonces, la crisis del personaje
“solo podría darse” en el marco de una crisis de la civilización. Y esta crisis se dará
en dos momentos vinculados con la modernidad europea: una primera vez, con la
implantación de la racionalidad y la cultura burguesa modernas en el siglo XVIII; y,
una segunda vez, en el momento de crisis de esta misma modernidad al final del
siglo XIX.
Si la primera crisis de la mímesis en la modernidad se expresará como énfasis
de la verosimilitud y propósito expreso de que la escena se convierta en espejo de
la platea, —es decir, que la escena refleje de manera fidedigna a la sociedad en la
que se engendra, lo que en el plano del personaje se expresa como énfasis de la
dimensión del carácter, para garantizar su similitud con el ciudadano burgués—;
la segunda crisis, la del final del siglo XIX, tendrá el efecto cataclísmico de poner
en crisis los fundamentos mismos de la mímesis.
En una comprensión más detallada, si la primera crisis desemboca en una
exigencia de realismo en la representación, al pasar por lo que la tradición crítica
europea reconoce como
teatro burgués
en el francés Denis Diderot o los alemanes
Johann Wolfgang von Goethe y Gotthold Ephraim Lessing, quienes expresan ese
reclamo de que la escena teatral sea el fiel retrato de la clase burguesa, que afirma
su ascenso y su posesión de las jerarquías del poder político, económico y social;
la segunda crisis, que tradicionalmente se entiende propiamente como la
crisis del
drama
, terminará en una diseminación de los interrogantes que ponen en duda la
constitución de la mímesis, en una crisis de la forma dramática, en una crisis de
la representación y, en suma, en la apertura a múltiples variantes estético-
dramáticas que exploran la crisis misma y sus alternativas, las cuales se gestaban
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al calor de la querella entre naturalismo y simbolismo al final del siglo XIX y
principios del XX.
Esta segunda crisis, en la que nos queremos centrar, plantea una dificultad
de manera profunda en la concepción de la mímesis, que se expresará de manera
singular en la crisis del personaje. En el plano de la representación, esta crisis
representa el advenimiento de un límite en la comprensión de la escritura artística
—literaria o escénica— como necesariamente escritura de ficción. En el plano de
la correspondencia entre el personaje y el sujeto humano, la crisis va a arrojar
tantos interrogantes sobre la constitución del sujeto, que en una gran medida este
deviene en irrepresentable; en el plano dramático, se presentará una disrupción
entre el concepto de fábula, el de acción y el del personaje como sujeto de la
acción. Finalmente, en el plano de la técnica de la escritura de la pieza teatral, se
dará también una disrupción entre el sentido de escritura dramática sujeta a un
proyecto de mímesis y de caracterización de personaje y las nuevas prácticas de
la escritura, no sujeta ya al proyecto de construcción ficcional de una mímesis de
acción y de personaje. Sin duda esta cascada de crisis no se da de un solo golpe.
Más bien, lo que ocurre es que la crisis del drama es la ocasión para que estas se
expresen o eclosionen, mientras que será el siglo XX el que verá cómo transitan y
son apropiadas y experimentadas estas provocaciones que asedian el estatuto de
la mímesis y del personaje.
Imposibilidad de certeza de lo humano y de su representación
en la escena dramática
Si la crisis del drama se expresa a lo largo del siglo XX, afectando el porvenir
de la forma dramática y el estatuto del personaje moderno, el germen de esta
crisis, a juzgar por el análisis de Friedrich Nietzsche (1991), es tan viejo como la
teoría de la mímesis misma. En
El nacimiento de la tragedia
,
Nietzsche endilga a
Sócrates la muerte de la tragedia como consecuencia de la imposición de un
pensar dialéctico que, dice Nietzsche, confía con optimismo en la comprensión del
ser mediante el pensar. Esta posición optimista y confiada de que el mundo puede
ser aprehendido por el pensar filosófico supone el fin de la dimensión mítica de la
tragedia y su transformación en arte de representación. Para Sócrates, según
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Nietzsche (1991, p.120), “el arte trágico […] no dice la verdad”, pues esta verdad
estaría reservada al pensamiento filosófico y, diríamos como extrapolación, al
pensamiento científico. Es este intento de dotar de sentido al mundo mediante el
uso de la razón lo que habría significado la reducción de la tragedia a ser
“solamente” un arte de representación de las acciones de los hombres; es decir,
lo que habría significado la muerte de la tragedia a favor de un arte de
representación, en un momento en que “el
pensamiento filosófico
invade el arte y
lo obliga a pegarse de manera estrecha al tronco de la dialéctica” [énfasis del
original] (Nietzsche, 1991, p. 120).
Para evocar el contexto de la crisis del drama en el tránsito del siglo XIX al
XX, en el que toma sentido la crisis del personaje, tal como la concibe Jean-Pierre
Sarrazac, cuyos planteamientos queremos examinar, es conveniente evocar la
crítica al arte como representación, a la mímesis como función del arte, que
consignó Friedrich Nietzsche en su texto temprano. Esto por dos razones. Ya
hemos dicho que la crisis del drama se presenta para Robert Abirached como
crisis de la mímesis en el marco de una crisis global de la civilización occidental.
Desde nuestra perspectiva esta crisis del drama, que desemboca en la crisis del
personaje, tiene origen en la crisis de la representación. Es por esto que las
dramaturgias de la crisis del drama se resolverán mediante procedimientos que
impugnan en mayor o menor grado el sistema de representación. En segundo
lugar, porque la interpretación de la crisis del personaje que lleva a cabo Jean-
Pierre Sarrazac extrapola hasta un límite la crítica hecha por Nietzsche a la
confianza de la razón en dar cuenta de la interpretación de lo humano. Esto lo
podemos entender en el sentido de que para Sarrazac la categoría de personaje
pasa, primero, por una incapacidad o imposibilidad de ser la “representación a
imagen y semejanza” del sujeto humano, lo que significa que la representación no
puede pretender aprehender la totalidad del sujeto. Pero que pasa por una
segunda crisis, ahora al nivel del individuo, en el sentido de que este se revela
como sin atributos suficientes para constituir un carácter. La conclusión en esta
segunda crisis es que el personaje podrá tener una cierta figuración todavía en la
obra dramática, pero como impersonaje, como figura sin atributos.
En “El impersonaje” (2006), texto de reflexión sobre la crisis del personaje y
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del devenir del texto de Abirached,
Crisis del personaje en el drama moderno
,
Jean-Pierre Sarrazac se pregunta sobre la posible caducidad del personaje como
categoría del teatro:
¿Esta innegable crisis del personaje, que aparece en el momento del
cambio del siglo XIX al XX, en la época del teatro naturalista y del teatro
simbolista, pero que ya habían programado, según sugiere Abirached,
Diderot y el Siglo de la Luces, esta crisis debe desembocar en la muerte
del personaje […], o bien, la crisis es susceptible de (múltiples)
regeneraciones y […] resurrecciones (de la categoría dramática misma de
personaje)? (Sarrazac, 2006 p. 354).
Antes de verificar cómo la posición de Sarrazac, mediante la postulación del
concepto de “impersonaje”, se inclina más por la segunda de las dos opciones, la
de las regeneraciones y resurrecciones del personaje, según habría constatado
Abirached, querríamos detenernos en el momento de su trayectoria teórica, en
L’avenir du drame
(1999), que constata la inadecuación del personaje como
representante del hombre o como imagen y semejanza de este en el drama.
En el capítulo “Figuras de hombres” de
L’avenir du drame
, Sarrazac se detiene
en la categoría dramática del personaje para analizar la operación de desmontaje
y montaje que transforma al pescador Galy Gay en el soldado Jeremías Jip en la
obra de Bertolt Brecht
Un hombre es un hombre
, esto le permite constatar la que
podría ser una temprana alarma sobre el agotamiento de la categoría del
personaje. En efecto, esta doble operación aparece como la metáfora de la
“necesaria deconstrucción del personaje individualizado”. Sarrazac interpreta que
lo que nos dice el personaje de Brecht —y Brecht mismo, en realidad— es que “ya
se terminó el tiempo en que un personaje de teatro, hecho estrictamente a imagen
del hombre, fuera posible” (Sarrazac, 1999, p. 78).
El agotamiento del tiempo en el que el personaje pudiera ser construido a
imagen y semejanza del hombre supone un principio de caducidad de la categoría
dramática del personaje. Pero, en la perspectiva de Sarrazac, este agotamiento no
se verifica de manera total en las dramaturgias de la crisis del drama. No se
verifica, pero se anuncia. Sarrazac identifica tres posibles relaciones que
establecen los dramaturgos —como escritores de ficción— con sus personajes. En
primer lugar, la del imperio de la ficción, podríamos decir, en la que el autor se
borra completamente frente al personaje, con la esperanza de que “estas
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creaciones de papel devendrán seres de carne y hueso perfectamente
autónomas”. En segundo lugar, la del autor ventrílocuo, como la llama Sarrazac,
en la que el autor habla a través del personaje, que es más débil, pues el autor se
expone a ser tachado de manipulador de marionetas. Y, al mismo tiempo, Sarrazac
propone una tercera vía, que llama del antropomorfismo incierto, en la que el autor
acompañaría al personaje a lo largo de toda su presencia teatral en la obra
(Sarrazac, 1999, p. 98).
Dos aspectos debemos destacar en esta clasificación sobre la tercera
categoría, que es la que nos interesa. El concepto de personaje de
“antropomorfismo incierto”, supone lo que llamamos una disrupción de la mímesis
en el nivel del personaje. La incertidumbre del antropomorfismo del personaje
expresa que este ya no está hecho a imagen y semejanza del ser humano. En una
dirección, podríamos pensar que este procedimiento supone una hiperbolización
de la dimensión
persona
o máscara de las tres dimensiones del personaje
propuestas por Abirached (1994), en detrimento de las de
tipo
y
carácter
. Pero en
realidad lo que creemos está señalando Sarrazac es una hiperbolización, sí, pero
de la condición artefactual del personaje; sin embargo, Sarrazac va a tematizar
esto más como teratología, como consideración de “monstruo” del personaje, sin
que esto borre que también el monstruo es construido, ya que su modelo es la
creatura construida por el doctor Frankenstein. No obstante, la concepción del
personaje como artefacto está ya contemplada en la
Poética
de Aristóteles y aquí
solo la traemos a primer plano: poner de relieve que el personaje es un dispositivo
de producción de sentido, un artefacto de expresión sobre el mundo, una máquina
construida mediante procedimientos
poiéticos
. Esta condición de artefactualidad
se corresponde con el segundo aspecto que queríamos destacar en el
planteamiento de Sarrazac, lo que llama “acompañamiento del autor a su
creación”. Esta presencia del autor en el texto dramático —que es la condición
para garantizar el acompañamiento del personaje— significa una infracción en la
tradición de la mímesis dramática y de la forma dramática que por definición debe
elidir la presencia del autor4. Sumadas las dos consideraciones anteriores, la
4 El modelo del drama aquí es el que propone Peter Szondi como “drama absoluto”, en el que el autor
desaparece de la escena. Cfr. P. Szondi
Théorie du drame moderne
, 1983, p. 14.
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propuesta de Sarrazac de una tercera vía para el personaje significa un énfasis en
la condición del personaje de ser construido, de ser máquina —artefacto— y de
ser desplegado en el texto. Es decir, una restricción del imperio de la ficción, de la
dimensión representativa de esta y de la pretendida autonomía del personaje
respecto de su autor. Volveremos sobre estas tres consecuencias.
Todavía en el planteamiento de Sarrazac, esta vía del “antropomorfismo
incierto” del personaje tiene dos variantes que él verifica en la dramaturgia europea
del siglo XX, que se encuentra en la órbita de la crisis del drama. Los que denomina
personaje-creatura
y
personaje-figura
. La primera variante, un
personaje-creatura,
es aquel que “sale de la nada al inicio de la pieza, a donde regresa al final”. Se trata
de un personaje que tiene una “existencia paradójica” y no tiene más viabilidad que
la del tiempo de la representación, que, además, depende estrechamente de su
creador: “La creatura es la esencia monstruosa del personaje. No solamente la
creatura está despiezada y recosida, a la manera de Galy Gay bajos los golpes de
escalpelo brechtianos, sino que es además objeto de un gesto de
exhibición
mostración— que la designa —la señala— en su extrema e insoportable
singularidad” (Sarrazac, 1999, p. 78-79). La segunda variante la denomina Sarrazac
el
personaje-figura
: un personaje que se ofrece a nuestra construcción, que no
está nunca terminado, sino que depende de nosotros —primero el autor y luego
los espectadores— para ser construido. Un personaje fundamentalmente
disociado en el que: “la opacidad del cuerpo está puesta en oposición a la
inteligibilidad de las relaciones simbólicas. En alternancia y complementariedad
productoras de sentido— de una teratología y una semiología del personaje”
(Sarrazac, 1999, p. 84). El personaje-figura no busca la individualidad, sino que se
despersonaliza al extremo, en una anticipación de lo que Sarrazac más adelante
nombrará como despersonalización del impersonaje, en un procedimiento de
caracterización que saca al personaje de la zona de lo “típico”, donde lo había
ubicado Goethe —lo universal en lo particular, la generalidad abstracta que se
funde en una identidad concreta y singular— a la zona de lo “atípico”, propiamente
de lo
monstruoso
, el lugar de una universalidad paradójica de la “absoluta
diferencia” (Sarrazac, 1999, p. 84).
En tanto que creatura, el personaje dramático es —en sentido propio como
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en sentido simbólico— des-figurado (sin figura). Pero si el personaje moderno,
puntualiza Sarrazac (1999), se origina en esta zona de sombra en la que todavía no
es más que una corporeidad irreductible y aberrante, por engañadora, él es, casi
simultáneamente, proyectado hacia un horizonte luminoso donde nosotros lo
desciframos como entidad simbólica. Estas dos variantes de la vía de creación del
personaje como “antropomorfismo incierto”,
personaje-creatura
y
personaje-
figura
, devienen en dos posiciones extremas de una zona pendular o de una
dialéctica que se mueve entre una teratología y una semiología del personaje, de
las que Sarrazac encuentra como ejemplares los personajes de Jean Genet y
Samuel Becket, los que han sido llamados en otro texto los autores de los años
505. Teratología en el sentido de vivisección y estudio de una creatura con la que
se hacen visibles las anomalías y malformaciones del organismo animal que es el
hombre (del hombre en clave de monstruo, habría que decir). Pero contrastada,
puesta en oposición o en contrapunto, con una semiología como proyección de la
figura en un horizonte luminoso que nos permite reconocer su dimensión
simbólica. Por ejemplo, dice Sarrazac, “la muerte, en Genet, descompone el
personaje y recompone la figura. En Beckett, la muerte actúa como metrónomo
que mide la existencia de los personajes, su reserva infinita de tiempo muerto”
(Sarrazac, 1999, p. 85).
Desde nuestra interpretación, la categoría de “impersonaje” que tan
exitosamente propone Jean-Pierre Sarrazac (2006 y 2012) recoge y engloba tanto
estas dos variantes del personaje, como la alternancia entre una y otra, incluso la
dialéctica de teratología y semiología del personaje. Pero, además, desde nuestra
perspectiva, esta categoría de “impersonaje” agota las posibilidades de pervivencia
de la categoría de personaje en el marco de la todavía vigente forma de la
representación dramática o del drama, directamente, como lo comprende
Sarrazac, o en el marco de las escrituras de ficción, como preferiríamos nosotros
denominarlas. Pues en efecto, en su estudio del impersonaje, Sarrazac (2006)
concluirá que la denuncia que algunos artistas del teatro siguen —seguían al final
del siglo XX— haciendo de la condición de exceso o de no necesidad de la categoría
del personaje, podía no llevar a la desaparición de la categoría misma; que más
5 Ver: Viviescas, 2005, p. 437-465.
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bien, dando un espacio de tiempo más dilatado, menos comprometido con la
inmediatez, el personaje podría ser objeto de unas resurrecciones y regeneraciones
en la escritura del futuro (Sarrazac, 2006, p. 355).
Sin embargo, es claro que con la categoría de impersonaje, Sarrazac busca
salir de la dicotomía entre caducidad y permanencia del personaje. Lo hace en una
doble reflexión o proponiendo una reflexión que se produce en dos espacios
conceptuales. En primer lugar, volviendo a la interrogación sobre el sujeto
moderno y sus imposibles unicidad y unidad, lo que será expresado como carencia
de identidad -del impersonaje. En segundo lugar, volviendo a la consideración de
la crisis del drama y a las posibilidades -exhaustas- de “representación” del sujeto
por el personaje.
De acuerdo con la lectura que hace Ricoeur de
El hombre sin cualidades
de
Musil, el protagonista de la pieza, que mejor debería definirse como hombre sin
propiedades, es la expresión literaria del vaciamiento de la identidad del hombre
contemporáneo (Ricoeur apud Sarrazac, 2006, p. 361). Jean-Pierre Sarrazac
prefiere reinterpretar el planteamiento de Ricoeur en el espacio de la dramaturgia
moderna, mejor que en la novela. Aquí, Sarrazac (1999, p. 363) entiende que la
dramaturgia moderna se ocupa de reconstruir los movimientos de un “fantasma
sin substancia”. Fantasma sin substancia es ahora el personaje que da cuenta del
sujeto sin identidad de Ricoeur. Es solo que para llegar a esa conclusión Sarrazac
ha debido reinterpretar la fábula, no en el sentido clásico que consigna Robert
Abirached, sino en la dirección que sugiere el filósofo Philippe Lacoue-Labarthe de
mímesis como un “volver presente” o de ser “presencia de un ausente” (Lacoue-
Labarthe apud Sarrazac, 2006, p. 356). De esta manera, el personaje deviene en
“presencia de un ausente” o en “presentificación —volver presente— de una
ausencia”. De esta manera, concluye Sarrazac, el personaje es un doble del sujeto,
pero un “doble diferente”. Es un doble diferente porque —también, como los
novelistas tipo Musil— los dramaturgos modernos —como Strindberg, y desde él
hasta Beckett— le niegan lo que constituiría su identidad (Sarrazac, 2006, p. 359).
Es este fenómeno de una mímesis que vuelve presente una ausencia lo que mejor
representa, desde la consideración del sujeto, el personaje en su fase o
denominación de impersonaje: personaje sin propiedades, personaje sin identidad,
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personaje que es un doble pero distinto de un sujeto sin identidad, que actúa como
fantasma sin substancia.
Esta transformación - o mejor, este devenir del personaje en/hacia el
impersonaje - está inscripta en el marco mayor de la crisis del drama, que
constituye el segundo espacio conceptual de la demostración. Para Sarrazac la
crisis del drama es consecuencia de la crisis de la mímesis que, en el nivel del
personaje, se expresa como interrogación sobre su identidad, su estructura y su
función dentro del drama. Verificada la condición del personaje como “fantasma
sin substancia”, Sarrazac interpreta que lo que hace la dramaturgia moderna es
arremeter contra la dimensión del carácter —que Abirached ha propuesto como
una de las tres dimensiones del personaje—. Aquí crisis de la mímesis significa
crisis de la fábula ordenada y proporcionada como ámbito de existencia del
personaje. Pero significa también desvaloración del sujeto que es objeto de
representación, porque el sujeto mismo ha devenido en “hombre sin propiedades”.
El proceso —en el plano de la construcción dramatúrgica— es de
“impersonalización” del personaje, es decir, de vaciamiento del carácter del
personaje. El resultado es esta figura del impersonaje (Sarrazac, 2006, p. 359).
Más allá del personaje-figura y del personaje-criatura
En el apartado anterior hemos buscado dar respuesta a la pregunta: ¿por qué
la categoría de impersonaje engloba las de personaje-creatura y personaje-figura
en la reflexión de Jean-Pierre Sarrazac? Querríamos ahora responder: ¿por qué
esta categoría sigue participando de una escritura de ficción? Para concluir por qué
no alcanza a retener al personaje y anuncia más bien su desaparición.
En el capítulo de estudio del personaje en
Poétique du drame moderne
,
Sarrazac (2012) amplía la referencia o el marco de la acción del personaje devenido
impersonaje. Su estudio se cierra al considerar cómo el drama de la Historia
recubre el drama de la vida en la obra de Heiner Muller, y plantea:
En el teatro de Müller, el drama-de-la-vida se vincula al drama de la
Historia. Historia vivida no por héroes, ni siquiera tan ambiguos como
Hamlet, sino por esta ‘multitud que afluye’, que invade la escena, que
desborda de entrada cualquier estructura dramatúrgica que pretendiera
contenerla. El impersonaje es también este momento en el que el
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personaje toma su dimensión más pequeña. La nuestra (Sarrazac, 2012,
p. 240).
Sabemos que tanto el drama-en-la-vida como el drama-de-la-Historia son
“rodeos” a la fábula, no su abolición (Sarrazac, 2011, p. 30-31). Sabemos también,
desde antes lo sabíamos, que Sarrazac no cede al embrujo de las “escrituras
posdramáticas” o alguna otra denominación que soslaye el enfrentamiento con el
drama. La categoría de drama es central en su pensamiento, así lo destaca Dort
en el prólogo a
L’avenir du drame
:
L’avenir du drame postula la posibilidad de un teatro en el que el texto y
la escena se apoyan mutuamente, en el que la representación se inscribe
en lo vivo de nuestras prácticas sociales y en el que, sin embargo, nada
está dicho de una vez y para siempre. […] Es que, para hablar de teatro
hoy en día, no se trata solamente de dar cuenta de su pasado o de
disecarlo, todavía hay que apostar por el “porvenir del drama” (Dort, 1999,
p. 13).
En lo que podemos interpretar que Sarrazac privilegia o le da gran
importancia a la dimensión escrita del texto teatral que, en la línea de tiempo
antecede a la representación escénica; pero que también hace referencia a una
estructura de drama como narración dramática. Esta estructura de drama es la
base de un ejercicio de mímesis, es decir, de ficción, por más que la perspectiva
de los “rodeos a la fábula” le permita dilatar la constitución de estas ficciones.
Pensar el personaje más allá del personaje-creatura, del personaje-figura y,
ahora podemos decirlo, del impersonaje supone mirar de frente la posibilidad que
ya contemplaba Robert Abirached de lo que llama la disolución del personaje
(Abirached, 1994, p. 315). Más aún, lo que contempla como “puesta al desnudo del
personaje por sus mismos autores” (Abirached, 1994, p. 383). Pero esta perspectiva
de Abirached puede ser todavía insuficiente por la reticencia del autor para incluir
en su estudio sobre el drama moderno a las escrituras más contemporáneas que,
para ir rápido, entran en la denominación de escrituras posdramáticas o de teatro
expandido. De una manera especial, las escrituras y las prácticas escénicas que
no pueden ser incluidas en la escritura de ficción. En este apartado final daremos
una revisión a estas escrituras, preguntándonos justamente cuál es el lugar de la
escritura en el teatro contemporáneo y cómo estos lugares afectan al personaje
y, avancemos ya el final, derivan a la categoría de la Figura.
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Parece importante recuperar aquí lo que decíamos al principio, que la crisis
del drama anticipaba el cambio en el estatuto de la escritura para teatro y en el
teatro. Esta doble escritura es la escritura del texto teatral y la escritura de la
puesta en escena, la puesta en escena como escritura. En la primera de estas
escrituras, la crisis del drama representa toda una secuencia de desvíos o de
disrupciones del funcionamiento de la escritura como escritura dramática. Peter
Szondi hace un exhaustivo recuento de las vías que a través de la escritura épica
son emprendidas por los autores del fin del siglo XIX y principios del XX (Szondi,
1993). Por su parte Sarrazac (2011), con su propuesta de comprender el juego de
sueño y los otros rodeos como verdaderas alternativas a la fábula en la
dramaturgia, hace un inventario de los desplazamientos de la escritura para el
teatro para presionar la ampliación del límite de lo fabular. Estos dos recuentos
registran el tránsito de una escritura dramática a una escritura épica y, aún, a una
escritura rapsódica, denominación que propone Sarrazac. En este trabajo de
desmantelamiento de la dimensión ficcional de la escritura faltaría incluir a la
escritura para el teatro más contemporáneo, que va desde el testimonio, la
memoria, las correspondencias, el inventario, el documento, hasta las
modalidades de escritura fragmentaria y los materiales dramáticos (Danan, 2012,
p. 91). Pero está aquí implicada también la segunda escritura, la de la escena, en
un doble sentido. En primer lugar, gran parte del trabajo de desmantelamiento de
la escritura fabular, de mímesis o de ficción, está presionado a lo largo del siglo XX
por el poder de la práctica profesional y semiótica de la puesta en escena. En
segundo lugar, porque, al llevar a término el proyecto de “emancipación de la
representación [escénica]” de Bernard Dort, la escena teatral del siglo XX
experimenta lo que significa una puesta en escena del acontecimiento escénico a
menudo sin incluir ficción o mímesis en la escritura escénica, sin siquiera tener un
texto escrito o con textos que se desprenden de la fabulación mimética. El aspecto
que atraviesan estas escrituras es el de la elisión de la mímesis, de la ficción:
“Puede haber texto sin dramaturgia —texto no dramático, texto-material—. Puede
haber dramaturgia sin texto y textos dramáticos sin palabras” (Danan, 2012, p. 91).
Un segundo aspecto que podemos introducir ahora son las relaciones
dilatadas y plurales que la representación escénica teatral establece con distintas
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modalidades del performance, del acontecimiento, del teatro expandido o de las
artes vivas, para citar solo algunas de las denominaciones al uso. De nuevo, aquí
es preciso reconocer el papel de la puesta en escena, ahora podemos decirlo,
como dramaturgia de la puesta en escena; es decir, como un trabajo de escritura
dramática que, más allá de cubrir las tareas de realización material del
espectáculo y de determinación del sentido de la representación, asume también
la dimensión de la invención del juego escénico. Y, aún más allá, en esta dilatación
de la función estética y de la operación
poiética
de su realización material, habría
que incluir también modalidades del performance o de la instalación o de la acción
o de lo que en otros espacios hemos denominado “teatro desterritorializado”
(Viviescas, 2011, p. 176).
Tanto al considerar las transformaciones de la escritura
para
la escena, como
las modalidades de la escritura
en
la escena, la atención se orienta al concepto
mismo de escritura y la determinación de su lugar, momento y función en la
génesis y en la realización del acontecimiento escénico.
Caducidad del personaje
Dos aspectos retienen nuestra atención en la identificación de esta condición
actual del personaje como de caducidad: la escritura y el personaje mismo.
Hasta ahora hemos concentrado nuestra atención en nombrar el lugar de la
escritura —primer aspecto— en el proceso de constitución material de la
experiencia teatral. Esta centralidad proviene de la pluralidad de la escritura y de
los cambios que se pueden reconocer en su relación con el teatro a lo largo de la
historia y, de manera aún más masiva, en nuestra contemporaneidad. Desde la
perspectiva del drama, la escritura literaria es constitutiva del fenómeno teatral.
Está también la escritura, hasta probablemente el siglo XX, vinculada a la condición
de ficción. Es de esta manera que se interpreta privilegiadamente la mimesis:
representación de hombres en acción significa constitución de un universo
imaginario poblado por seres imaginarios que despliegan acciones en un tiempo
imaginario. En la condición de escritura de ficción, el tiempo de la escritura precede
el tiempo de la materialización de la experiencia teatral. Esto significa que el texto
escrito precede y orienta el montaje, la puesta en escena, el devenir espectáculo
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o acontecimiento escénico, del evento teatral. En esta comprensión, el teatro está
asociado al momento de realización material de la obra. El momento teatral del
teatro es la representación escénica. En estricto sentido, la representación que se
autonomiza en el siglo XX, según Bernard Dort (1988), es la representación
escénica. Para dar cuenta de los cambios recientes del teatro, llamamos aquí
también escritura al proceso de materialización teatral, y también para
singularizarla la llamamos escritura escénica, una segunda escritura.
Podemos ahora entonces reconocer que entre escritura textual y escritura
escénica se produce una de-sincronía, una separación, en suma, una
autonomización de la segunda respecto de la primera, a lo largo del siglo XX y en
nuestra contemporaneidad, que modifica la identidad, la estructura y la función
de la primera en relación con la segunda provocación su separación. De esta
manera, solo para citar algunos planteamientos recientes, el texto y la escritura,
pueden ser considerados como una categoría “sospechosa” (Doutey, 2018, p. 34),
“ausente” (Danan, 2018, p. 7), que oscila entre “texto fuerte/texto débil” (Chevallier
y Mével, 2013, p. 23), que deviene “teatro-relato” (Danan, 2012, p.52; Sarrazac, 2009,
p. 17) “teatro sin piezas –de teatro-“ (Guénoun apud Sarrazac 2009 18) y otras
denominaciones.
El aspecto que es común a estas denominaciones y prácticas de la escritura
teatral —de/para el teatro— es su creciente abandono de la condición ficcional-
mimética. Esta postergación de la condición fabular de la escritura de/para el
teatro señala la caducidad de la condición del personaje
El segundo aspecto —referido, justamente al personaje— puede ser abordado
mediante la pregunta: ¿cuál es el estatuto, la estructura, la función del personaje
en esta dramaturgia extendida, que recoge las plurales modalidades de la escritura
que hemos mencionado? El desensamblaje de la correspondencia entre texto
literario o dramático y puesta en escena o representación escénica, mediante la
mímesis, libera a la escritura escénica de su función de producción ficcional. Este
desensamblaje permite poner en primer plano la condición de dispositivo, de
artefacto que tiene la puesta en escena. Esta dimensión de
techné
, de trabajo
material-artesanal, emerge a un primer plano cuando se debilita la sobre
determinación de la fábula. En el plano estético, Jacques Rancière (2007) había ya
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verificado cómo en el arte del régimen estético se produce una liberación
equivalente de la dimensión
poiética
y la dimensión de
aesthesis
respecto de la
hegemonía de la mímesis, en la literatura. En el campo teatral podemos también
reconocer como un proceso el desprendimiento de la acción escénica respecto
del imperativo de la fábula, que tendría como resultado una restricción del poder
de la ficción. Es posible verificar un proceso —lleno de otros protagonistas más
que no mencionamos— que en la tradición europea construyen Brecht, Artaud,
Becket, Kantor y Müller, en el que no nos podemos detener. Pero en el que al
menos podemos reconocer el tránsito de la puesta en escena al ritual, a la
ceremonia, a la dramaturgia del dispositivo, a la autonomía del momento escénico
o la escritura del fragmento, respectivamente.
Este proceso desplaza también la atención del personaje, como figura de
ficción, a los aspectos materiales de la configuración de la escena y, finalmente, a
la presencia del actor en la escena como sí mismo o como Figura. La quiebra de
la fábula como prioritaria —desde su transformación mediante el rodeo, el desvío,
su inoperancia— afecta la figuratividad del personaje, pero sobre todo su identidad
y función como sujeto del relato.
Es perceptible en este recuento el tránsito del personaje a la figura, a su
fragmentación, a su imagen evocada, a su ausencia, hasta que emerge la figura del
actor: ya como oficiante, ya —de manera más secular— como ejecutante, ya como
presencia artefactual modificada, es decir, como nueva Figura. Este proceso
nombra la caducidad del personaje.
Si la escena teatral no es la representación —no lo es, de manera
privilegiada— de un universo de ficción que se materializa ante los ojos del
espectador, significa que el privilegio se vuelca a otras condiciones más materiales
y evenemenciales de la escena teatral. En primer lugar, la atención está entonces
en el proceso de configuración material. En segundo lugar, la atención está en la
condición de acontecimiento, de suceso que pone en contacto al ejecutante con
el espectador.
La comprensión del acontecimiento escénico como artefacto otorga privilegio
a esta doble dimensión de la escena: como configuración material y como
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acontecimiento o experiencia. El evento teatral —ahora no necesariamente
escena, no necesariamente obra, no necesariamente espectáculo— se constituye
entonces en un artefacto construido mediante la convocación, presencia,
articulación de materiales diversos que van desde el cuerpo y la presencia del
ejecutante, pasando por el espacio, por la materialidad del tiempo, por los objetos
materiales y sonoros que son convocados para que coexistan, coincidan, existan
en simultaneidad en la configuración de un cierto ámbito al cual es convocado —
como un invitado— el espectador: la escena es mecano, es ámbito, es paisaje, es
territorio, es recorrido-trayectoria-camino al que el espectador es convocado.
Pero esto significa también que el acontecimiento escénico es sobre todo
algo que sucede, un suceso, una experiencia vital, una experiencia existencial. El
artefacto es ámbito y contenedor que acoge al espectador que vive una
experiencia. De hecho, son los dos, el ejecutante y el espectador quienes viven una
experiencia. Esta experiencia existencial está vinculada de manera excepcional con
la configuración de la presencia, con la constitución del presente como tiempo
singular y como encuentro. Si bien sabemos que el teatro ha sido siempre lugar
de encuentro, en esta comprensión que proponemos, este encuentro se
desprende de la sujeción de la ficción, de la sujeción de la representación, para
darse como ocasión de vivir de manera intensa el tiempo del presente, la
actualización de la presencia, en la constitución de una comunidad efímera que,
más que compartir, coincide.
Considerado el acontecimiento escénico como dispositivo de constitución de
materiales y como acontecimiento o experiencia existencial, la categoría de
personaje pierde su identidad o estatuto, su función de ser sujeto de la acción y
aún su estructura que —configurada por la articulación de las dimensiones de
máscara, tipo y carácter— buscaba dotar de verosimilitud su figura. Podríamos
decir, el personaje es reemplazado por los materiales y el proceso mismo que lo
constituye. Es decir, en lo que nos interesa destacar, el personaje desaparece a
favor de la dimensión artefactual que lo constituye. Podemos proponer entonces
la denominación de Figura, que ponemos con mayúscula, para señalar que tiene
un estatuto diferente del personaje-figura, que ya conocimos en la formulación de
Jean-Pierre Sarrazac.
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Figura es un concepto que hace referencia a la forma, a la materialización
como imagen de un cierto concepto o ente. De allí que pueda expresar la forma
exterior de un objeto o la forma específica del cuerpo humano. Es materialización
de la forma, la apariencia o la imagen. Nos interesa reconocer la figura como
materialidad y como presencia. El teatro sigue siendo, de manera prioritaria, un
acontecimiento material-convivial. Cuando destacamos la condición de
vinculación de materiales de la escena actual, hacemos énfasis en su condición
material-matérico-cósico. En el plano de la presencia humana, el personaje cede
su privilegio a la presencia del actor. El actor se mueve entre la función del
oficiante, el ejecutante o quien manipula los materiales. No obstante, no siempre
el actor es convocado al acontecimiento escénico en tanto que mismo —que
sólo sí mismo—. El actor deviene Figura.
El concepto de Figura se despliega como lugar de presencia y como lugar de
identidad mezclada de lo que antes definíamos como personaje y del actor. La
Figura es también, entonces, lugar de una ausencia, de lo que antes constituía el
personaje. La Figura es también entonces lugar de un ejercicio de nostalgia de lo
que “ya no es” solo presencia ficcional. La Figura sería esa entidad, esa experiencia,
a la que asistimos, con la que nos encontramos, como ritual de duelo de lo que
antaño fue el personaje.
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Recebido em: 30/11/2024
Aprovado em: 30/11/2024
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