DOI: 10.5965/2175180307142015180
http://dx.doi.org/10.5965/2175180307142015180
Resumen
Fundadas por grupos que rompieron con el PC y el MIR-Praxis en los sesenta, las Fuerzas Armadas Revolucionarias fueron expresión de un cauce de radicalización política distinto al que dio lugar al resto de las organizaciones armadas peronistas: las profundas reconfiguraciones operadas en la cultura política de la izquierda argentina. Este artículo analiza una de las huellas de origen de ese cauce de radicalización que le imprimió a las FAR su perfil distintivo. Nos referimos a sus concepciones sobre el peronismo, básicamente a los lentes marxistas desde los cuales la organización construyó su visión del movimiento y la posibilidad de conjugarlo con el socialismo. Desde esas claves analíticas, y apelando tanto a entrevistas orales como a los documentos que la organización elaboró en 1971, el artículo examina los principales núcleos de la estrategia discursiva que le permitió a las FAR legitimar su identificación con el peronismo desde una perspectiva marxista y un proyecto político cuyo objetivo final era el socialismo.
Palabras clave: Identidades políticas; Peronismo; Marxismo; “Nueva izquierda”.
Abstract
Founded by groups who broke with the PC and the MIR-Praxis in the sixties, the Revolutionary Armed Forces were expression a form of political radicalization different from that which led to the emergence of the other Peronist armed organizations: the profound transformations occurred in the political culture of Argentina's left. This article analyzes one of the marks of origin of that way of radicalization that gave to the FAR its distinctive profile. We refer to their conceptions of Peronism and the ability to combine it with Marxism and socialism. From these analytical keys, and appealing to oral interviews and documents that the organization developed in 1971, the article examines the main centers of the discursive strategy that allowed the FAR legitimize their identification with Peronism from a Marxist perspective and a political project whose ultimate goal was socialism.
Key words: Political identities; Peronism; Marxism; "New Left".
Resumo
Fundadas por grupos que romperam com o PC e o MIR-Praxis nos anos sessenta, as Forças Armadas Revolucionárias eram expressão de uma forma de radicalização política diferente da que levou ao surgimento de outras organizações armadas peronistas: as profundas transformações ocorridas na cultura política de esquerda da Argentina. Este artigo analisa uma das marcas de origem desta forma de radicalização política que ele deu ao FAR seu perfil distinto. Referimo-nos a suas concepções do peronismo e a possibilidade de combiná-lo com o marxismo e do socialismo. A partir dessas chaves analíticas, e por meio de entrevistas orais e documentos elaborados pela organização em 1971, o artigo analisa os principais centros da estratégia discursiva que permitiu que o FAR legitimar a sua identificação com o peronismo a partir de uma perspectiva marxista e um projeto político cujo objetivo final era o socialismo.
Key words: Identidades políticas; Peronismo; Marxismo; "Nova Esquerda”
Introducción: el carácter distintivo de las FAR en el campo de las organizaciones armadas peronistas
Entre las organizaciones armadas peronistas que cobraron protagonismo en Argentina a comienzos de los setenta, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) tuvieron un perfil claramente distintivo, que remite a un conjunto de preocupaciones analíticas también particulares[1].
La organización fue fundada por grupos que rompieron con distintos partidos de izquierda a comienzos de los sesenta (el Partido Comunista y el MIR-Praxis liderado por Silvio Frondizi). Luego, entre 1966 y 1969, participaron de distintas experiencias guevaristas. Primero viajaron a Cuba buscando sumarse a la campaña del “Che” en Bolivia y, tras su muerte, formaron parte de la continuación de aquel proyecto bajo el mando de “Inti” Peredo, uno de los combatientes bolivianos de Guevara[2]. En 1970 esos grupos se fusionaron, sumaron nuevos contingentes militantes y se presentaron, ya bajo la sigla FAR, con la toma de la localidad bonaerense de Garín. En 1971 asumieron al peronismo como identidad política propia y, finalmente, en 1973 se fusionaron con Montoneros. Entre sus dirigentes más conocidos se encuentran Carlos Olmedo, máximo líder de la organización hasta su muerte a fines de 1971, Roberto Quieto y Marcos Osatinsky.
En principio, en vistas del itinerario mencionado, puede considerarse a las FAR como exponente de un conjunto de problemáticas más amplias que fueron claves en las décadas del sesenta y setenta: la peronización de vastos sectores de izquierda, particularmente de sus filas juveniles de clase media ilustrada, la legitimación de la violencia como forma de intervención política y la opción por la lucha armada como modalidad específica de ponerla en práctica.
Pero, además, el análisis de las FAR nos permite iluminar nuevas facetas dentro del propio campo de las organizaciones armadas peronistas. Estas organizaciones surgieron a partir de la reconfiguración de distintas tradiciones político-culturales, fundamentalmente: el peronismo, el catolicismo, el nacionalismo y la izquierda. Los estudios sobre las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y Montoneros han mostrado que la primera organización fue emergente del proceso de radicalización del propio campo peronista (LUVECCE, 1993; PÉREZ, 2003; RAIMUNDO, 2004) y que la segunda lo fue de las transformaciones ocurridas en el mundo del nacionalismo y los cristianos postconciliares (GILLESPI, 1998; LANUSSE, 2005). La mayoría de los integrantes de Descamisados provenía también de la militancia católica, tanto en agrupaciones universitarias como en la Democracia Cristiana (SALAS y CASTRO, 2011). Mientras tanto, el itinerario de gestación de las FAR expresa un cauce de radicalización política distinto del que dio lugar al resto de las organizaciones armadas peronistas: las profundas reconfiguraciones operadas en la cultura política de la izquierda argentina.
Desde esas claves analíticas, puede afirmarse que la constitución de la organización implicó que sus fundadores transitaran un proceso de doble ruptura. Tanto respecto de las formas de hacer política de los partidos de izquierda donde habían iniciado su militancia, que privilegiaban los métodos legales de lucha y donde la violencia figuraba como recurso de última instancia ejercido en forma masiva luego de una gran insurrección popular; como de sus tradiciones político-ideológicas, deudoras del pensamiento liberal y sumamente críticas del peronismo.
La primera de esas rupturas derivó en la constitución de las FAR como organización político-militar de actuación nacional y urbana en 1970. Y la segunda, ya en 1971, en la asunción del peronismo como su propia identidad política. En este sentido, cabe considerar a los grupos fundadores de la organización como clara expresión de aquella franja de izquierda fuertemente interpelada por el peronismo que, tras afrontar durante años los dilemas señalados por Altamirano (2001a) en el epígrafe de este trabajo, finalmente optó por la peronización.
Ahora bien, dado que en la historia las rupturas son siempre relativas, en el itinerario de formación y desarrollo de las FAR pueden detectarse cambios pero también continuidades. De hecho, el proceso de doble ruptura señalado se fue gestando de modo progresivo, al tiempo que los nuevos planteos conservaron ciertas huellas de origen que le imprimieron a las concepciones y el estilo de accionar de las FAR su perfil particular.
Tales huellas fueron básicamente dos. Por un lado, la persistencia del legado guevarista como forma de pensar sus vínculos con sectores más amplios del movimiento de protesta social, es decir, las enormes potencialidades otorgadas a la acción armada como forma de generar conciencia entre las masas. Y, por el otro, la que será tema central de este artículo: su forma de interpretación del fenómeno peronista, basada en el marxismo como método de análisis de la realidad nacional y en el socialismo como horizonte de expectativas y objetivo político final.
En este sentido, lejos de ser la organización que logró mayores nexos con el movimiento social más amplio (Montoneros), o la que podía reivindicar una filiación más directa con la resistencia peronista (las FAP), un motivo central por el cual trascendieron las FAR fue el grado de elaboración teórica y la impronta marxista con que pensaron el peronismo. Lo cual, seguramente tenga que ver con la cantidad de intelectuales presentes en sus filas y, particularmente, con la figura de Carlos Olmedo, filósofo de formación y usualmente señalado como uno de los pensadores más importantes de la guerrilla argentina[3].
Teniendo en cuenta este marco problemático cobra sentido preguntarse: ¿cuál fue la concepción de las FAR sobre el peronismo? O, más precisamente: ¿cuál fue la estrategia discursiva que les permitió legitimar su identificación con el peronismo desde una perspectiva marxista y un proyecto político cuyo objetivo final era el socialismo?, ¿cómo caracterizaban a los distintos sectores del movimiento?, ¿qué rol le otorgaban a Perón y cómo ello se conjugaba con su aspiración de gestar la vanguardia que liderara un proceso de liberación nacional y social? Este trabajo busca dilucidar estos interrogantes a partir de un análisis centrado en el plano del debate de ideas y situado en la coyuntura específica del año 1971. Es decir, luego de la peronización y antes de la encrucijada política que terminó de perfilarse en 1972, cuando la apertura electoral planteada por Alejandro Lanusse, el último mandatario de la dictadura de la “Revolución Argentina” (1966-1973), las disyuntivas provocadas por la estrategia de Juan Domingo Perón y el progresivo acercamiento a Montoneros imprimieron cambios en la impronta distintiva de las FAR.
Para ello, nos basaremos en entrevistas orales y en los principales documentos de la organización, cuya factura se debe a la pluma de Carlos Olmedo: “Los de Garín” (FAR, 1971a), las “13 preguntas a las FAR” (FAR, 1971b) y “Nuestra respuesta elaborada por el compañero Olmedo” (FAR, [1971] 1973), que formó parte de la conocida polémica entablada entre las FAR y el “Ejército Revolucionario del Pueblo”[4]. Se trata de documentos que fueron ampliamente difundidos entre el activismo interesado en la conjunción entre la izquierda marxista y el peronismo y que, aún hoy, permanecen en la memoria de muchos ex militantes de sectores afines.
I. El marxismo como método de análisis, el peronismo como identidad política y el socialismo como objetivo final
La convergencia entre marxismo y peronismo planteada por las FAR requirió dos operaciones simultáneas. Por un lado, delimitar el modo preciso en que debían entenderse ambos términos, situándolos en dimensiones diferentes y otorgándole a cada uno de ellos un rol determinado. Y, al mismo tiempo, hacerlo de forma que su conjunción resultara posible y necesaria en virtud del objetivo político buscado: el socialismo.
La clave de dicha convergencia fue la consideración del marxismo como herramienta de análisis de la realidad nacional y la reivindicación del peronismo como identidad política de los trabajadores. Para ello, el marxismo fue negado como “bandera política universal” y situado exclusivamente -restringido, según la óptica de las organizaciones de la izquierda no peronista- en el lugar de la teoría.
Por su parte, el peronismo fue situado en el ámbito de la “experiencia”, allí donde se encontraban los elementos de la conciencia obrera con mayores potencialidades de ser revolucionados, tanto mediante la teoría como a través de la lucha misma. Esa construcción -la configuración resultante de toda selección lo es también- implicaba una valoración restringida del peronismo. Lo cual, no sólo fue explicitado por la organización, sino que constituyó la base de sus disputas con otros sectores del movimiento.
Ahora bien, si tal convergencia reclama la pregunta por los significados de aquel “peronismo del pueblo” con que se identificaron las FAR, también requiere una mención sobre el modo en que entendían al marxismo. Puesto que, en buena medida, fue desde esos lentes que se construyó el rescate de aquella experiencia histórica.
En principio, las FAR sostenían que el marxismo se caracterizaba por su estatuto científico, cuya validez era pasible de ser comprobada por el curso de la historia. Se trataba de un instrumento teórico de enorme rigor para interpretar la realidad, por lo que, parafraseando a Guevara, afirmaban que en ciencia social eran marxistas así como en física eran einstenianos. Ahora bien, desde la perspectiva de Olmedo, ello tenía dos corolarios íntimamente relacionados. Por un lado, implicaba que si el marxismo era una ciencia, no podía ser, al mismo tiempo, una ideología, una identidad o una “bandera política”.
Para sustentar su afirmación, reseñaba los objetivos de la obra de Marx, señalando que aquél se había limitado a defender la vigencia de la concepción materialista de la historia como descripción científica, sin sostener jamás que pudiera levantarse como “bandera política universal”. Es más, recordaba que el propio Marx había declarado no ser marxista, rechazando que su teoría pudiera suplantar el estudio de la realidad (FAR [1971], 1973a, p. 41)[5]. Lo cual, se relaciona con el segundo corolario al que hacíamos referencia: si el marxismo era una ciencia lo único que podía hacerse con él era desarrollarlo, abandonando las “fidelidades de tipo dogmático”.
En realidad, de lo que se trataba era de rescatar un método de análisis para analizar experiencias y formaciones sociales concretas (FAR, 1971a, p. 62-63; 1971b, p.4). Convertir al marxismo en “bandera política universal” era lo que había llevado a contraponerlo con la experiencia política de pueblos enteros. Mientras tanto, desde su perspectiva, la aplicación del marxismo-leninismo era a “la experiencia política revolucionaria” del pueblo “lo que la aplicación de las armas o de los medios técnicos al combate. Es un instrumento, no el combate mismo” (FAR, 1971a, p. 66). En definitiva, se trataba de una herramienta que les servía a los trabajadores para comprender la realidad concreta en que les tocaba actuar. Y, a partir de allí, poder forjar una política que respondiera a las condiciones particulares en que luchaban.
Tales consideraciones, así como el concepto mismo de “formación social”, recurrente en sus escritos y utilizado por Marx para analizar una totalidad social concreta e históricamente determinada, evidencian que se trataba de un marxismo “situado” y especialmente sensible a la “cuestión nacional”.
Sin dudas, el intento de convergencia entre marxismo, nacionalismo y peronismo no era nuevo y podía filiarse con una tradición que iba desde Hernández Arregui hasta Puiggrós y el propio Cooke. En términos de influencias, tanto algunos textos (KOHAN, 2000; REDONDO, 2005; CELENTANO, 2007) como las entrevistas realizadas destacan el peso del estructuralismo francés en el pensamiento de Olmedo, especialmente de Althusser[6].
En los documentos analizados, las huellas de aquel pensador -nunca citado- podrían notarse especialmente en la oposición que el argentino realizaba entre ciencia e ideología. Los testimonios van más allá, afirmando que Olmedo habría tomado clases con el filósofo en Francia y que antes de su muerte preparaba junto a Juan Pablo Maestre, otro militante de las FAR, un diccionario sobre Poulantzas para facilitar su acceso a la militancia[7]. No es nuestra intención internarnos en esas derivas, pero señalemos que otras afirmaciones suyas, indicando que el marxismo podía entenderse como una “concepción del hombre”, parecen alejadas de la perspectiva althusseriana (FAR, 1971a, p. 62). Como, también, la persistente apelación a La ideología alemana en sus escritos, que según la clasificación del filósofo galo no correspondía aún al “período científico” de la obra de Marx[8].
En cualquier caso, como veremos a continuación, se trataba también de un tipo de marxismo especialmente sensible al tema de la “experiencia” para pensar la clase obrera.
El “peronismo del pueblo”
Considerado en su conjunto y desde el punto de vista de su composición de clases, para las FAR el peronismo era un movimiento policlasista. Sin embargo, sostenían que tal constatación no debía conllevar el equívoco de calificarlo como “movimiento nacional-burgués”. Y ello no sólo por su carácter mayoritariamente obrero, sino por el significado político que tenía para los trabajadores. En ese sentido, analizar aquello que las FAR denominaban “peronismo del pueblo”, requiere prestar atención a dos cuestiones. La importancia que le atribuían a la experiencia política como elemento constitutivo de la clase obrera, más allá de su ubicación en el proceso productivo, y el tipo de valoración que, desde esa perspectiva, realizaban del fenómeno peronista.
Para la organización, el 17 de octubre de 1945 era la coyuntura histórica en que la clase obrera argentina se había constituido en “fuerza social”. Es decir, aquel momento en que, más allá de su existencia objetiva en la estructura económica, se había hecho sentir en la lucha por el poder político, irrumpiendo masiva y violentamente en la escena pública para defender un líder y un programa en que sentía representados sus intereses.
Consideraban que por entonces los trabajadores se habían convertido en el eje articulador de diversos sectores de clase que, por distintas razones, también se oponían a los intereses de la oligarquía y el imperialismo. Entre ellos, la burguesía nacional. Sólo esa acumulación fuerzas e intereses heterogéneos le había permitido al peronismo, en una coyuntura mundial muy específica, enfrentar con éxito al bloque oligárquico respaldado por el capital monopolista norteamericano. En ese sentido, sostenían que el gobierno peronista había llevado adelante un programa de contenido antiimperialista, antioligárquico y nacional-popular (FAR, 1971a, p. 67; [1971] 1973a, p. 43).
A su vez, las FAR planteaban que el poder de una clase consistía en su capacidad para realizar sus intereses específicos en una coyuntura concreta y determinada. Y que en la confrontación con el frente oligárquico-imperialista que había tenido lugar en 1945, la capacidad del proletariado para realizarlos no podía definirse todavía con independencia del poder de las clases dominantes para llevar a cabo los suyos. Por eso afirmaban que si bien el peronismo había expresado los intereses de un conjunto heterogéneo de clases y sectores sociales, no había dejado por ello de constituir la manifestación más avanzada posible del poder real con que contaban los trabajadores en aquella coyuntura histórica.
Desde su visión, durante el gobierno peronista los trabajadores habían tomado conciencia de su fuerza, sus derechos y su dignidad, una experiencia que habían visto bruscamente clausurada tras el golpe militar de 1955.
A partir de entonces, esa experiencia vivida y sobre todo su brusca interrupción, había contribuido a que los trabajadores ligaran la concreción de sus reivindicaciones económicas con la perspectiva de la conquista del poder político, politizando todos sus conflictos sociales. Y ello porque se trataba de un pueblo desalojado violentamente del poder. Un poder jaqueado por sus propias limitaciones y contradicciones internas -enfatizaban-, pero que de algún modo había expresado los intereses populares. Por eso, uno de los aportes fundamentales que la experiencia peronista le había brindado al pueblo era la progresiva superación de lo corporativo por lo político, el hecho de que los trabajadores ya no concibieran las luchas reivindicativas despojadas de su significación política. Aquellos habían aprendido a aspirar a ese poder como peronistas y era por eso que les temían las clases dominantes. (FAR, 1971a, p. 66; 1971b, p. 3-4).
De hecho, según la organización, los motivos de la persistencia del peronismo como identidad popular no debían buscarse en una dimensión centralmente material o económica, sino política y simbólica: el pueblo argentino no era tanto “un pueblo hambreado, como un pueblo ofendido”. Y, como se ve en el epígrafe de este apartado, desde la perspectiva de las FAR lo que generaba conciencia no era sólo la miseria sino la comprensión de que esa miseria constituía una injusticia.
Por eso, la principal clave de interpretación del fenómeno peronista consistía en comprender que aquel le había brindado al pueblo “la posibilidad de comparar, de cotejar y de desmentir”. Y, con ello, la posibilidad de percibir que la explotación era un fenómeno histórico ligado a intereses concretos y, por tanto, susceptible de trasformación[9]. En definitiva, sostenían que era en esa experiencia donde latían, “en estado práctico”, los elementos de la conciencia obrera que de ser radicalizados podían conducir al socialismo (FAR, 1971a, p. 67-68).
Ahora bien, todo ello era por ahora sólo una posibilidad, ya que para las FAR esa conciencia política de los trabajadores que el peronismo había contribuido a forjar no era aún una conciencia socialista. Por eso, si bien consideraban que toda política revolucionaria debía partir de las luchas y tradiciones políticas de la clase obrera -“todo con el pueblo, nada sin él; todo con su comprensión nada sin ella” afirmaban (FAR, 1971a, p. 65)-, no dejaban de señalar claramente las limitaciones de aquella “experiencia peronista” del pueblo.
En definitiva, lo que allí anidaba era todavía una “posibilidad” en “estado práctico”. Y la organización no creía que los trabajadores pudieran alcanzar plena conciencia de sus “auténticos” intereses de clase de modo espontáneo, ni luchar por realizarlos mediante ninguna de las formas organizativas que hasta el momento había ensayado el movimiento peronista. Esas limitaciones eran fundamentalmente dos y justificaban la existencia de las FAR y el rol que buscaban jugar.
Por un lado, las carencias “doctrinarias” del peronismo, que remitían a la necesidad del marxismo como método de análisis. Es decir, la herramienta que la organización buscaba aportarle al movimiento. Y, por el otro, la precariedad de sus formas organizativas y métodos de lucha, que apuntaba a la necesidad de conformar una vanguardia político-militar. Es decir, el “Ejército del pueblo” que debía conducir el proceso de liberación nacional y social en el país y que las FAR querían contribuir a gestar (FAR, [1971] 1973a; 1971a, p. 65).
Peronismo y socialismo
En los razonamientos esbozados ya se vislumbra que no por identificarse con el peronismo las FAR dejaron de plantear claramente que el objetivo final de su lucha era el socialismo. Evidentemente, si el marxismo era pensado como un método de análisis que no definía su identidad política, no podía sostenerse que fuera un instrumento neutro. Como se sabe, tal objetivo político estaba inscripto en la propia lógica de análisis marxista, en tanto solución -necesaria o posible según las vertientes- de las contradicciones capitalistas que la propia teoría dejaba ver en toda su crudeza.
En el caso de las FAR, se trataba de construir un tipo de “socialismo nacional”, una nueva sociedad que sólo podría erigirse sobre la base de las particularidades específicas del país. Un proceso que hegemonizaría la clase obrera peronista de acuerdo a sus tradiciones de lucha y gracias a aquella experiencia política que la había constituido en una “fuerza social”.
Pero más allá de las estaciones por las que transitara el proceso revolucionario, que de acuerdo al modelo cubano sería simultáneamente nacional y social, el significado del mentado “socialismo nacional” no era ambiguo. Según afirmaban las FAR, su objetivo final era destruir el capitalismo y socializar los medios de producción, único modo de terminar con la explotación del hombre por el hombre.
Ello implicaba destruir el Estado burgués, reemplazándolo por un nuevo poder, el de un Estado obrero. Y, también, construir el hombre nuevo, lo cual requería terminar con todas las instituciones burguesas y con una cultura que hacía del arte y el saber una mercancía. La práctica revolucionaria conllevaba por eso también el compromiso de pensar de un modo diferente, deshaciendo “la tensa telaraña de mentiras y de ilusiones” -la ideología burguesa-, tras la cual se presentaba la realidad. En definitiva, la alternativa que planteaban citando a Guevara no se prestaba a equívocos: “o revolución socialista o caricatura de revolución” (FAR, 1971a, p. 61-62 y 68-69; 1971b, p. 3).
De ese modo, las FAR se sumaban a la apuesta por ligar peronismo y socialismo. Un intento que, de modo más o menos unívoco, hacía tiempo que surgía entre las corrientes de la izquierda peronista. Y, con ellas, a las disputas cada vez más encarnizadas por la definición de la “visión legítima” del peronismo que protagonizaban todos los sectores del movimiento. Un campo de diputas cuyos márgenes, como se sabe, el exilio de Perón y sus palabras de aliento a la distancia habían ensanchado considerablemente.
En lo expuesto hasta aquí se encuentran varias de las claves mediante las cuales las FAR intentaban delinear su perfil distintivo, aquella identidad política cuya búsqueda se venían planteando de modo conciente aún antes de encontrar su nombre y presentarse en la escena pública.
Según Aboy Carlés (2001, p. 68), toda identidad política se forja en referencia a un sistema temporal en que la interpretación del pasado y la proyección del futuro deseado convergen para dotar de sentido la acción presente. Se trata de una de las dimensiones constitutivas de las identidades políticas, que el autor denomina “perspectiva de la tradición”. Con Koselleck (1993, p. 338-342) y también con Williams (1980, p. 137) cabe enfatizar que la selectividad propia de toda tradición está signada por luchas presentes y horizontes de expectativas que reconfiguran incesantemente el “espacio de experiencia”. Y, visto desde otro ángulo, que esas tradiciones selectivas y apuestas de futuro contribuyen no sólo a dar sentido sino a legitimar las propias posiciones políticas en las batallas del presente. En el caso de las FAR, estas operaciones simbólicas conllevaron dos movimientos simultáneos: la reelaboración crítica de su propio pasado y la inscripción de sus luchas en las genealogías y linajes de otra tradición.
En cuanto a su pasado militante, las críticas de las FAR hacia los que hacían del marxismo una “bandera política universal” eran también un ajuste de cuentas con la tradición de la que provenía la mayoría de sus miembros. Además, explicaban su recorrido inscribiéndolo en un proceso más amplio: el de la peronización de las clases medias, especialmente del movimiento estudiantil. Es decir, en el itinerario de vastos sectores que, como muchos de ellos, habían nacido en familias antiperonistas y tras “malentender” aquella experiencia venían revalorizándola desde 1955 (FAR, 1971a, p. 65).
A su vez, desde su actual sensibilidad frente a la “cuestión nacional”, también reelaboraban su propia historia guevarista, cuestionando la perspectiva internacionalista que por entonces los guiaba. Desde esa clave, criticaban los intentos guerrilleros que no tomaban suficientemente en cuenta las particularidades de la realidad nacional donde actuaban y llamaban la atención sobre sus prácticas políticas pasadas, considerando que en aquella época habían actuado como una “pequeña patrulla extraviada en el espacio de la lucha de clases” (FAR, 1971a, p. 56). Para 1971, hacía un tiempo ya que las FAR consideraban que la continentalización de la lucha sólo podría ser resultado de movimientos nacionales iniciados de modo independiente y en consonancia con las especificidades de cada país.
A partir de esa reelaboración crítica de su propia historia, las FAR inscribieron sus luchas en otra tradición. Aquella que, con distintos énfasis y modulaciones, venía forjando el peronismo de izquierda. Es decir, en aquel ciclo abierto en 1945 cuya continuidad estaba dada por la persistencia del peronismo como identidad política de la clase obrera. Los hitos que articulaba esa tradición son conocidos. Entre los de mayor condensación simbólica se encuentran el 17 de octubre como momento de irrupción de las masas en la escena pública, los bombardeos a Plaza de Mayo y el derrocamiento del gobierno peronista, la proscripción y la resistencia, los fusilamientos de José León Suárez, el asesinato de Felipe Vallese y la anulación de las elecciones del 18 de marzo de 1962 entre tantos otros como el Cordobazo y demás levantamientos populares, reivindicados desde múltiples tradiciones.
La continuidad subyacente a ese movimiento de desafiliación de antiguas tradiciones y reinscripción de sus luchas en otras genealogías y linajes fue planteada por las FAR en términos de su lucha por la causa de los trabajadores. Y su discontinuidad, bajo la figura de un pasaje que iba del “malentendido” al “descubrimiento” del “peronismo del pueblo”.
De esa manera, y desde su propio bagaje marxista en clave nacional, las FAR inscribían sus luchas en una tradición disponible, aunque modelada según su propio horizonte de expectativas: aquel que rescataba del peronismo la experiencia de la clase obrera donde latían los elementos que, de ser radicalizados, podían conducir al socialismo. Cabe notar que se trataba de una tradición cuya selectividad estaba destinada a incidir en las luchas del presente, delimitando qué es lo que estaba vigente del peronismo y qué aquello que debía ser profundizado en el futuro.
Ahora bien, esas luchas por la convergencia entre marxismo y peronismo en pos de un futuro socialista implicaban una apuesta específica de poder. Con la perspectiva que da el paso de los años, uno de sus militantes ilustra esa apuesta de las FAR con una metáfora. La idea era forjar una “organización bisagra”:
Esa “posición bisagra” en que la organización buscaba instalarse, explica que librara sus disputas en dos frentes simultáneamente: contra los sectores “conciliadores” del movimiento peronista y contra la izquierda que hacía del marxismo una “bandera política universal”[10]. Y también que, parafraseando a Bourdieu, la apuesta de las FAR pueda verse como una lucha por incidir tanto en las disputas por la “visión legítima” del peronismo como del marxismo (BOURDIEU, 2008 y 2001a y b)[11].
A continuación analizaremos las disputas por la “visión legítima” del peronismo libradas por las FAR al interior del movimiento en la coyuntura específica de 1971. Es decir, cuando Alejandro Lanusse lanzó el “Gran Acuerdo Nacional” (GAN), planteando, aún de modo incierto, la posibilidad de una futura apertura electoral[12].
II. Disputas por la “visión legítima” del peronismo en el contexto de lanzamiento del Gran Acuerdo Nacional
Con respecto a la contradicción que puede haber entre el peronismo de Paladino y el nuestro, quiero decirle que, en la medida en que el peronismo no es una camiseta política, ni el nombre de una entidad partidaria burguesa, no basta la nominación para merecer o para alcanzar esa condición. En ese sentido no nos interesa la disputa con Paladino acerca de la fidelidad o legitimidad de nuestra condición de peronistas, porque el único árbitro de esa cuestión es nuestro pueblo. De modo que cada combatiente de nuestro pueblo, a él debe remitirse para encontrar en él su reconocimiento. (FAR, 1971a, p. 65).
La contradicción principal en el país y el campo de los aliados y los enemigos dentro y fuera del peronismo
A nivel estructural, para las FAR la contradicción principal en Argentina, considerada un país capitalista dependiente, era la que oponía al capital monopolista con la clase obrera. Ambos polos de esa contradicción se articulaban con otras fracciones de clases y grupos sociales, delimitando el campo de los enemigos y posibles aliados.
Respecto al campo de los aliados, para las FAR la clase obrera peronista era un polo de atracción de vastas capas no proletarias como el movimiento estudiantil, la intelectualidad, la pequeña burguesía asalariada y el campesinado pobre.
Por su parte, el campo enemigo era caracterizado como un bloque oligárquico nacional asociado al imperialismo norteamericano, cuyo sector hegemónico era la burguesía industrial monopolista y financiera. En torno a él se articulaban “el conjunto de los sectores propietarios”. Entre ellos sobresalía como sector dominante no hegemónico la oligarquía terrateniente. También incluían actores que durante buena parte del gobierno peronista se habían aliado a la clase obrera pero que ya habrían abandonado el campo popular: la jerarquía eclesiástica y las Fuerzas Armadas, hoy “miembros plenos” del campo oligárquico. En el último caso, la dictadura de la “Revolución Argentina” habría terminado por descorrer todos los velos, mostrando que aquellas eran la “vanguardia político-militar” de la burguesía (FAR, 1971a, p. 61 y 69; 1971b, p. 2).
Junto a los que se habían pasado a las filas del enemigo, las FAR ubicaban a la pequeña y mediana burguesía y a la “burocracia” sindical y política del peronismo.
En relación con la burguesía, el tema era complejo puesto que, en un proceso de liberación simultáneamente nacional y social como el que impulsaba la organización, era factible que algunos de sus sectores acompañaran ciertos tramos de ese trayecto. De allí que al menos la ubicación de la pequeña burguesía en un sistema de alianzas resultara borrosa: a veces la ubicaban en el campo de los potenciales aliados y otras en el de los enemigos, a raíz de sus expectativas de poder desarrollar la industria nacional sin la destrucción del capitalismo (FAR, 1971a, p. 65; 1971b, p. 2). En realidad, lo que sobresale en los escritos de las FAR de 1971 es un profundo recelo y la ausencia de toda valoración positiva respecto de la “burguesía nacional” en general, así entrecomillada en sus documentos.
En definitiva, las FAR seguían diferenciándose de los planteos del PC, donde muchos de ellos habían iniciado su militancia, y continuaban en sintonía con la perspectiva guevarista que tanto los había influido.
Respecto de las estructuras “burocráticas” del movimiento, su dirigencia política no suscitaba demasiadas consideraciones más allá de las impugnaciones sobre su carácter reformista y conciliador. No sucedía lo mismo con la llamada “burocracia sindical”, puesto que actuaba en el mismo ámbito donde la organización aspiraba conquistar adhesiones: el movimiento obrero. La caracterizaban como una capa social que, más allá de sus distintos estilos -desde el participacionismo hasta las corrientes vandoristas-, se había convertido en “aliada objetiva y en algunos casos conciente del bloque oligárquico y en especial de su sector hegemónico, la burguesía industrial monopolista”.
Desde la óptica de la organización, sus demandas permanecían siempre en el plano reivindicativo, ocultando el carácter irreconciliable de la relación entre las clases explotadas y explotadoras. Lo cual, no ocurría porque la burocracia no hiciera política, sino porque la suya era la “política burguesa de la clase obrera”, cuyo rasgo más típico era el no cuestionamiento del problema del poder (FAR, 1971b, p. 2)[13].
Ese rasgo constituía justamente la contrapartida de uno de los aportes que, según las FAR, la experiencia peronista le había brindado a los trabajadores: la progresiva superación de lo reivindicativo por lo político y la comprensión de que la satisfacción de sus demandas sólo sería posible mediante el control del Estado. De allí que, habiendo definido la “visión legítima” del movimiento tal como la analizamos en el apartado anterior -el “peronismo del pueblo”-, se refirieran a la “burocracia” sindical y política como aquellos que no eran “auténticos” peronistas.
Es decir, sectores que sólo “decían” serlo, cuando en realidad eran “traidores al peronismo del pueblo” (FAR, 1971b, p. 2; [1971] 1973a, p. 42 y 44). Lo anterior no debería llevar a pensar que las FAR tenían una visión ingenua sobre el movimiento peronista puesto que, al mismo tiempo, enfatizaban que se trataba de un fenómeno sumamente complejo en el cual convivían sectores con concepciones ideológicas y políticas radicalmente distintas. Esas disputas simbólicas por la “nominación legítima” -en este caso por la “visión legítima” del movimiento capaz de distinguir a los peronistas “falsos” de los “verdaderos”-, son constitutivas de toda lucha política. Se trata de disputas que, como señala Bourdieu (2008), están destinadas tanto a hacer ver como a hacer creer. Es decir, a describir pero también a prescribir, a pre-ver el decurso de los acontecimientos buscando hacer creíbles tales predicciones y, por esa vía, contribuir a generar la voluntad colectiva necesaria para producirlas. Lo que resulta notable en este caso, como sugiere el epígrafe del apartado, es el árbitro legítimo que las FAR reconocían en esa contienda. Es decir, que remitieran el reconocimiento de la legitimidad de su condición de peronistas directamente al pueblo. Y, con ello, que velada o abiertamente no dijeran que Perón era el portavoz autorizado en esa disputa. Con todo, como veremos, la organización no desconocía que el primer principio de legitimidad derivaba del segundo, es decir, que el reconocimiento del pueblo estaba mediado por aquel que les brindara el líder.
Ahora bien, comprender cabalmente esas disputas, en términos de sus modulaciones específicas y de la premura que adquirieron, requiere situarlas en la coyuntura específica en que tuvieron lugar: el lanzamiento del “Gran Acuerdo Nacional”.
Disputas ante el lanzamiento del GAN: la vigencia de la antinomia peronismo-antiperonismo y la caducidad de la doctrina justicialista de 1945
En un contexto altamente convulsionado por el “Viborazo” cordobés y otras revueltas populares en el interior del país, a fines de marzo de 1971 Alejandro Lanusse reemplazó a Roberto Levingston como mandatario de la “Revolución Argentina”. Tal como había sucedido ya con Juan Carlos Onganía a mediados de 1970, su incapacidad para promover una alternativa viable a la crisis y su posición reacia hacia cualquier tipo de institucionalización fueron los motivos de la destitución.
La principal preocupación de Lanusse era evitar la convergencia entre la movilización popular y las organizaciones del peronismo radicalizado y la izquierda. En base a ese diagnóstico, su plan implicaba promover la democratización del país canalizando institucionalmente la protesta popular y aislando políticamente a la guerrilla. Todo ello, instrumentando al mismo tiempo medidas para su represión selectiva, que no dejaron de combinarse con distintas formas de represión ilegal[14]. Si bien sus condiciones no estaban claras, el GAN implicaba un llamamiento a deponer las antinomias volviendo a la legalidad con elecciones que incluyeran al peronismo. En su variante de máxima incluía, además, la posibilidad de que el propio Lanusse postulara su candidatura.
El proceso tenía destinatarios específicos: la dirigencia moderada del peronismo, el ala balbinista del radicalismo y las cúpulas sindicales no combativas. De ese modo, debía configurarse un campo político donde amigos (militares/aliados políticos) y adversarios (peronismo) se enfrentaran a sus enemigos (guerrilla/sectores radicalizados), que ya no encontrarían bases de apoyo en la sociedad (DE AMÉZOLA, 2000, p. 108).
Por cierto, la readmisión del peronismo al juego político legal, luego de largos años de proscripción, estaba sujeta a numerosas condiciones. Entre las más importantes: Perón no debía presentarse como candidato y tenía que desligarse de los sectores combativos del movimiento, condenando a la guerrilla.
Según Ollier (1989, p. 157), para Lanusse, Perón era el único que podía lograr la convergencia entre el pueblo y la guerrilla -al menos la peronista-, por lo cual, también era el único que podía evitar esa alianza. Cuestión que no constituyó un dato menor en términos de la trascendencia que el viejo general comenzó a adquirir en la escena pública Por su parte, Perón no desechará ninguna de las opciones disponibles en su estrategia para lograr el retorno al poder.
Ni las cúpulas sindicales, ni los acuerdos con otras fuerzas políticas a través de Jorge Daniel Paladino -secretario del Movimiento Nacional Justicialista y su delegado personal desde 1969-, quien por entonces impugnaba públicamente a las organizaciones armadas[15], ni las negociaciones con las propias FFAA. Como, tampoco, el hostigamiento frontal al régimen para acelerar su retirada a través de los sectores combativos del movimiento, que adquirirán un rol fundamental en el período. Y ello, porque si los primeros actores constituían un terreno que ambos generales podían disputarse, los últimos eran los únicos a los que Lanusse no tenía acceso.
De allí que Perón se negara sistemáticamente a condenar a las organizaciones armadas, alentándolas en su oposición frontal contra la dictadura y legitimándolas públicamente como parte del movimiento. De ese modo capitalizaba un hecho surgido más allá de su voluntad, al tiempo que su aval contribuía a la popularidad de las organizaciones armadas peronistas.
¿Cómo leían las FAR la coyuntura planteada por el lanzamiento del GAN? Según la organización, tras la proscripción del peronismo el bloque oligárquico hegemonizado por la burguesía monopolista no había logrado estabilizar su dominio. Ello había conducido a la permanente violación de su propia legalidad, culminando en la “Revolución Argentina”, que había terminado por “descorrer todos los velos”.
Con el objetivo de recobrar la legitimidad perdida frente al avance de la movilización popular, la dictadura convocaba ahora una apertura electoral, lanzándose a su experimento más audaz. La promoción de un “pacto” con todos los sectores que pretendían “hacer del peronismo una doctrina de la conciliación de clases”, aspirando con ello a “superar la antinomia peronismo-antiperonismo pacíficamente”. Con todo, según la organización, el GAN tenía un mérito: visibilizar a los “enemigos del pueblo peronista”, sobre todo aquellos que venían desplazándose de un campo a otro de la contradicción fundamental (FAR, 1971b, p. 2).
De allí la importancia que las FAR le otorgaban a la defensa de dos tópicos que se reiteran en sus escritos: 1) la vigencia de la antinomia peronismo-antiperonismo como expresión política de una contradicción social y 2) la caducidad de la doctrina justicialista concebida en términos de conciliación de clases, tal como la había trazado Perón en 1945. Las querellas en torno a esos tópicos, pueden pensarse claramente en términos de Bourdieu (2008 y 2001a y b). Es decir, como luchas simbólicas por las clasificaciones del mundo social, por la “visión y di-visión legítima” de ese mundo, donde se ponen en juego los principios de construcción de aquellos grupos que se aspira movilizar.
Desde su visión, la antinomia peronismo-antiperonismo expresaba a nivel político la contradicción principal que en el plano estructural enfrentaba a distintas clases y grupos sociales. En esos planteos resonaba inconfundible la voz Cooke, cuando afirmaba que la antinomia peronismo-antiperonismo constituía “la forma concreta en que se da la lucha de clases en este período de nuestro devenir” (ARP, 1967, en Baschetti, p. 236).
Efectivamente, para las FAR aquella antinomia tenía plena vigencia pues resumía la imposibilidad del sistema para satisfacer a un tiempo los intereses de la clase obrera y el pueblo con los de las clases dominantes. Y ello porque desde su perspectiva la herencia de la “experiencia peronista” no era soportable ni siquiera en el plano económico.
El actual capitalismo dependiente argentino ya no podría reconocerles a los trabajadores aquella posición en la distribución del ingreso ni los logros sociales entonces obtenidos. Desde 1955 el objetivo del régimen había sido justamente impedir que el pueblo recuperara ese peso decisivo y -advertían en seguida- pusiera en práctica todas las lecciones extraídas de la derrota. Si, como sostenía Paladino junto a Lanusse -replicaban-, la dicotomía estaba superada, no se entendía por qué el pueblo seguía proscripto, se apelaba a la represión y se prohibía el retorno de Perón (FAR, 1971b, p. 2; 1971a, p. 64).
Desde esa perspectiva impugnaban a los sectores “conciliadores” del movimiento -la dirigencia política y sindical- que promovían la superación pacífica de la antinomia para “integrar” al peronismo en el “sistema” a través del GAN. Para las FAR, por esa vía buscaban diluir el enfrentamiento social, motivo por el cual también fijaban la imagen del movimiento en 1945, enfatizando la doctrina de la conciliación de clases que lo había caracterizado. En ese sentido, si la organización sostenía que la dicotomía subsistía -entendida como expresión política de una contradicción social- era porque pensaba que los integrantes del campo peronista y antiperonista habían variado.
Como mencionamos, señalaban que desde 1955 vastos sectores de las capas medias se acercaban al peronismo comprendiendo que había sido una experiencia política central para los trabajadores. Al mismo tiempo, afirmaban que otros actores, como las estructuras burocráticas del propio movimiento y la burguesía nacional, se habían pasado a las filas del enemigo.
De allí que para las FAR, la vigencia de la antinomia peronismo-antiperonismo estuviera intrínsecamente ligada al otro tópico en disputa: la caducidad de la doctrina justicialista entendida en términos de conciliación de clases.
Según explicaban en clave marxista, aquella doctrina constituía la expresión ideológica de una coyuntura histórica muy especial que había hecho posible concebir la de intereses entre el capital y el trabajo. Una situación a la que el capitalismo dependiente argentino, por sus contradicciones internas, ya no podría retornar. En ese sentido, consideraban que la doctrina debía cambiar tanto como se transformaba la realidad, de modo que pudiera servirle al pueblo para interpretar su situación actual. Además, desde su visión -y pre-visión- el pueblo iba dejando atrás tales expresiones ideológicas. Y si todavía no lo había logrado -porque las ideologías tendían a sobrevivir a los cambios de las estructuras, apuntaban- era porque no contaba con las “expresiones doctrinarias” y las “formas organizativas” necesarias para ello (FAR, 1971a, p. 65). Es decir: nuevamente, el marxismo como instrumento de análisis y la “vanguardia político-militar”.
El GAN, la perspectiva electoral y los sentidos de la demanda del “retorno”
Es en la trama de sentidos y disputas recién analizada donde deben inscribirse las consignas de las FAR tras el lanzamiento del GAN. Especialmente aquella presente en los comunicados de varias acciones que la organización realizó en abril de 1971, justamente luego de que Lanusse anunciara públicamente sus planes: “Por el retorno del pueblo y Perón al poder”. La más importante de esas acciones se produjo el 29 de abril y consistió en el robo de un camión militar en la zona de Pilar (Buenos Aires), que transportaba armamento desde Córdoba hacia la guarnición de Campo de Mayo. La acción causó un hondo impacto en el Ejército puesto que la organización mató al Teniente 1º Mario César Azúa, el primer muerto del Arma, a cuyo entierro asistió el mismo Lanusse[16].
En principio, según hemos visto, la idea del “retorno” del pueblo al poder que comenzó a aparecer en sus comunicados en realidad implicaba la apuesta por un futuro distinto. Es decir, si la historia no podía volver atrás -en el sentido de que el capitalismo argentino ya no toleraba la posición obtenida por la clase obrera en 1945-, en la actualidad la concreción de ese reclamo sólo podía tener lugar bajo el socialismo. Pero, además, esos comunicados desafiaban a la dictadura a que cumpliera sus promesas de elecciones, pero sin proscripciones y permitiendo la candidatura de Perón a la presidencia. Lo cual, vuelve necesario realizar ciertas precisiones.
Tanto los documentos como las entrevistas evidencian que en aquella coyuntura las FAR no pensaban que las elecciones pudieran efectuarse en esas condiciones. Además, no creían que la democracia representativa fuera un valor en sí misma, ni consideraban todavía que las elecciones pudieran constituir un paso táctico al servicio de una estrategia más amplia, cuestión que llevará tiempo procesar. Desde su visión, la única forma de vencer al régimen era “desencadenar una guerra civil revolucionaria”.
Es decir, la superación de la antinomia sólo podría lograrse mediante la “victoria del pueblo peronista” a través de la construcción de un “Ejército Popular” (FAR, 1971b, p. 3). En definitiva, el objetivo de las acciones de abril era obtener armas que, según sus comunicados, debían contribuir a la creación del mencionado ejército.
¿Cuál era entonces el sentido de aquella demanda? ¿Por qué desafiar a Lanusse a concretar una apertura electoral que permitiera la candidatura de Perón? Todo indica que levantar la candidatura del general, que por entonces frustraba todas las negociaciones abiertas por el GAN, era una forma de atizar el conflicto y evitar la “integración” del peronismo al “sistema”[17].
En ese sentido, puede pensarse que su gran apuesta era actuar como partisanos en la dicotomía peronismo-antiperonismo, tal como ha destacado Altamirano para el caso de Montoneros (2001b, p. 128). Es decir, partir de la enemistad política por excelencia, aquella que había dividido al país desde la década del cuarenta, intentando desarrollar sus latencias agónicas como hostilidad absoluta[18].
En el mismo sentido, Ollier (1986, p. 66-67) ha destacado que por entonces el objetivo del accionar de las organizaciones armadas peronistas era concitar el apoyo de amplios sectores populares movilizados, debilitar el sistema e impedir que Perón negociara una salida pacífica. Efectivamente, debe considerarse que el viejo general seguía jugando con todas sus cartas. Por un lado, justamente durante ese mes de abril conversaba en España con un enviado de Lanusse, al tiempo que autorizaba a Paladino a dialogar con Arturo Mor Roig (radical y Ministro del Interior).
Sin embargo, al mismo tiempo, seguía negándose a condenar a la guerrilla y se reunía con Rodolfo Galimberti, jefe nacional del JAEN (Juventudes Argentinas para la Emancipación Nacional), dándole instrucciones para agrupar a los sectores combativos del movimiento que incluían precisamente el impulso de su candidatura como forma de presionar al gobierno (DE AMÉZOLA, 2000, p. 110-111).
Además, como ha destacado el último autor, acciones como las de las FAR en Pilar no hacían más que atizar los conflictos de la interna militar. Es decir, alimentar el rechazo hacia el GAN de los sectores más duros que no estaban convencidos de la posibilidad de aislar por esos medios al peronismo de la guerrilla (DE AMÉZOLA, 2000, p. 112).
III. Perón: un líder popular…
Considerando las múltiples apuestas y disputas en que se embarcaron las FAR hacia 1971, una pregunta parece imponerse por su propio peso: ¿cómo caracterizaban a Perón? Evidentemente, en virtud de lo dicho hasta aquí era esperable una postura de cierta reserva frente a su figura. En términos generales, esa postura buscaba mantener un delicado equilibrio entre valorar al líder y circunscribir su papel, de modo que fuera posible formar parte del movimiento sin que la organización tuviera que renunciar a su autonomía ni a sus propios objetivos estratégicos.
En principio, en todos sus documentos de ese año las FAR reconocían el liderazgo de Perón y reivindicaban su figura. Según planteaban, valoraban sobre todo el examen crítico que venía haciendo de su propia experiencia de gobierno y de los errores que habían permitido el golpe de 1955. Y, fundamentalmente, apreciaban que a partir de ese balance y previendo el curso de los acontecimientos futuros, reorientara su pensamiento. Es decir, que habiendo intentado en el pasado conciliar los intereses de diversas clases, hoy explicitara que la libertad, la justicia y la soberanía sólo serían posibles en el socialismo, colocando al peronismo en línea con diversos procesos de liberación del tercer mundo (FAR, 1971a, p. 63 y 68). Cabe notar que, de ese modo, la caducidad de la doctrina justicialista trazada en 1945 que la organización justificaba en principio mediante un análisis marxista, ahora también era legitimada mediante la palabra de Perón.
Ahora bien, como mencionamos, si bien las FAR reconocían en sus escritos la conducción de Perón, también reivindicaban abiertamente la autonomía de la organización para definir su estrategia y métodos de lucha, lo cual auguraba futuras tensiones con el general. Tras destacar que las FAR se habían identificado con el peronismo de un modo crítico, así enfatiza el siguiente testimonio que el tema del liderazgo de Perón siempre fue el punto más delicado para la organización:
Todo lo cual, a su vez, vuelve comprensible que las FAR nunca asumieran para sí el rol de “formaciones especiales” que les adjudicaba Perón. Es decir, la idea de que constituían un simple instrumento táctico al servicio de una estrategia más amplia que no controlaban; una fuerza armada que así como podía ser útil en una coyuntura determinada, también podía ser desactivada si el proyecto del general lo demandaba.
Por otra parte, a la hora de explicar las cambiantes posiciones de Perón, las FAR planteaban que constituían “tácticas de desgaste” para “jaquear al enemigo” incluidas en una estrategia más general, presumiblemente guiada por la reorientación de su pensamiento arriba señalada, aunque no se abundaba al respecto. El hecho de que, como sostenían, la herencia de la “experiencia peronista” no fuera soportable para el “sistema”, era lo que explicaba la eficacia que aquellas tácticas habían tenido hasta el momento. Es decir, que aún apoyándose en los “sectores reformistas” del movimiento -la dirigencia política y sindical-, el general siempre hubiera logrado colocar el umbral de las exigencias por encima de las posibilidades del régimen. Y, así, sembrar la discordia entre sus filas, quitándole estabilidad y margen de maniobra (FAR, 1971a, p. 69; 1971b, p. 2-3).
Aún así, para las FAR lo central era señalar las limitaciones de esas “tácticas de desgaste por jaqueo”. Y ello porque su argumentación habilitaba no sólo una forma de interpretar los movimientos de Perón, sino también una justificación sobre la necesidad de forjar una “vanguardia político-militar” en el marco del movimiento. En principio, señalaban que tales tácticas requerían jugar con las reglas del enemigo, lo cual limitaba su ofensiva pero también la del movimiento. Y, además, que los sectores “reformistas” que Perón utilizaba hacían de la negociación una estrategia en sí misma, cuyo fin era mantener sus privilegios (FAR, 1971b, p. 3-4). Ahora bien, las FAR afirmaban que para poder desechar a esos sectores reformistas Perón debía tener alternativas que elegir, y que las movilizaciones masivas y diversas formas de lucha ensayadas por el movimiento no habían constituido una opción viable para pasar de la resistencia a la ofensiva. El objetivo era, entonces, diseñar junto al resto de las organizaciones armadas una alternativa revolucionaria y probar en la práctica, mediante la lucha misma, quiénes representaban de manera “más justa y eficaz” los intereses del pueblo peronista. Se trataba, en suma, de crear “las condiciones y las posibilidades de esa elección histórica” (FAR, 1971a, p. 69). Dicho en otros términos: generar las condiciones para que Perón finalmente se decidiera por ellos y no por los otros sectores del movimiento. Con alternativas o sin ellas, no parece que se le atribuyera a Perón una voluntad política propia más allá de aquella que impusieran las condiciones objetivas, ya sean las de la marcha de la historia y/o aquellas que las organizaciones armadas fueran capaces de imponer a través de su lucha.
En definitiva, las FAR apelaban a interpretaciones sobre las posiciones de Perón que ya estaban disponibles en la tradición del peronismo de izquierda. Interpretaciones donde, básicamente, Perón aparecía como un líder despojado de voluntad política propia, obligado a moverse en el “campo del sistema” con los recursos disponibles (la “superestructura política y sindical” del movimiento), lo cual volvía necesario que las fuerzas revolucionarias gestaran una alternativa por la que finalmente pudiera optar[19]. A su vez, la pertinencia de ese intento y el margen de autonomía que requería eran nuevamente avalados mediante la palabra de Perón. Un líder que, según las FAR, alentaba a la juventud a “no delegar” sus responsabilidades, asumiendo que la lucha emprendida superaba “el alcance de su propia vida, de su mera presencia física” (FAR, 1971a, p. 68).
Finalmente cabe agregar que, en realidad, en todas estas consideraciones subyacía una caracterización que recién se hará explicita en sus documentos de 1972: para las FAR Perón era un “líder popular” capaz de conducir ciertos tramos del proceso de liberación, pero no un “líder revolucionario”. Así lo destaca Jorge Lewinger, miembro de los grupos fundadores de la organización. El testimonio parte de los debates previos a la peronización de las FAR para fusionarlos enseguida con sucesos posteriores en el tiempo:
Por si no quedaba claro que el liderazgo de Perón era considerado transitorio y que en el futuro debía ser reemplazado por el de las organizaciones armadas, en un documento que data ya del año 1972 puede leerse:
Evidentemente, esa aspiración de convertirse en “dirección” del movimiento peronista no tardaría en entrar en tensión con la estrategia de Perón.
Consideraciones finales: del “peronismo en sí” al “peronismo para sí”
Como hemos visto a lo largo del trabajo, la identificación de las FAR con el peronismo se fundaba en una convicción: dada la historia reciente argentina, las posibilidades revolucionarias en el país sólo podían pasar por la radicalización de la experiencia política que los trabajadores habían forjado en el marco del movimiento. Aún así, del análisis realizado se desprende que las FAR asumieron el peronismo como identidad política de un modo crítico. Esa visión crítica del peronismo era el resultado de un conjunto de convicciones y consideraciones políticas que podemos resumir del siguiente modo: 1) una clara afirmación del socialismo como objetivo final de su lucha -que la doctrina de la conciliación de clases trazada en 1945 parecía invalidar; 2) el profundo rechazo hacia la dirigencia sindical y política del movimiento; 3) su renuencia a toda alianza con la burguesía nacional - que el gobierno justicialista había expresado y proclamado en su doctrina; y, sobre todo, 4) las evidentes desconfianzas que les despertaba la figura de Perón, a quien consideraban un “líder popular” pero no un “líder revolucionario”. Sin embargo, todas esas cuestiones remitían al estado actual del movimiento, mientras que la decisión de las FAR de identificarse con el peronismo se fundó en una apuesta por desarrollar sus potencialidades revolucionarias. En este sentido, se trató de una decisión y de una apuesta política en el sentido fuerte de ambos términos, de posibilidades concebidas sin garantías de éxito, cuya concreción, de acuerdo al tono propio de la época, dependería de la voluntad de los militantes. De su acción - junto con la de todos los que luchaban en la misma dirección - dependería que el peronismo se convirtiera en un movimiento de liberación nacional que condujera al socialismo, expresando los “auténticos” intereses de la clase obrera.
Ahora bien, respecto de esa concepción cabe acotar que, dado que el peronismo debía conducir al socialismo, el gran enigma de la tradición marxista, el pasaje de la “clase en sí” a la “clase para sí”, fue de algún modo traspolado por la organización al análisis de la experiencia peronista de los trabajadores, aunque en el camino fuera transfigurado. Si se nos permite la expresión, puede plantearse que para las FAR los trabajadores identificados con el movimiento debían pasar del “peronismo en sí” al “peronismo para sí”. Nuevamente: lo que latía en la experiencia obrera actual era una potencialidad en “estado práctico”. De todos modos, la traslación implicaba una reconfiguración sustancial, de lo contrario las FAR no hubieran forjado la convicción a la que arribaron. Desde su perspectiva, aquella experiencia no suponía una conciencia meramente reivindicativa. Se trataba de una conciencia que, en virtud de la práctica misma, es decir, de la historia y las luchas del peronismo, ya se había “elevado” a un nivel político. Con todo, no era aún una conciencia socialista, por lo que aún en el plano de la conciencia política, el problema del pasaje subsistía. De allí que la organización no dejara de señalar las limitaciones del “peronismo del pueblo”, las cuales, de hecho, justificaban la existencia y el rol que las FAR buscaban jugar. Es decir, las carencias “doctrinarias” del peronismo, que remitían a la necesidad del marxismo como método de análisis, y la precariedad de sus formas organizativas y métodos de lucha, que apuntaba a la necesidad de conformar una vanguardia político-militar.
Considerando ya las disputas de las FAR por la “visión legítima” del peronismo con otros sectores del movimiento, apuntemos simplemente algo conocido: el fenómeno no era nuevo. Es decir, se inscribe en un proceso más amplio que data, al menos de forma encarnizada, desde 1955, y que no se detuvo ni en 1973, ni tras la muerte de su líder. Partiendo de otro contexto histórico - la década del noventa -, Altamirano (2001c) ha escrito un ensayo titulado justamente “El peronismo verdadero”. Allí, refiriéndose a las visiones de los actores involucrados, muestra que las luchas en nombre del “peronismo verdadero” han sido una constante dentro del movimiento. Destaca que desde su proscripción, la imagen del peronismo se hizo doble, volviéndose soporte tanto de lo fáctico como de lo virtual. Es decir, tanto de lo que podría llamarse el “peronismo empírico” o “positivo” - aquel “realmente existente” -, como del “peronismo verdadero” - el potencial, por cuya concreción se lucha-. Lo interesante es advertir, como hace el autor, que este último no ha sido menos real. Por el contrario, subraya, el “peronismo verdadero” siempre ha sido una expectativa muy real, así como una forma real de ser y de estar en el peronismo. Apuntemos aquí sólo un par de cuestiones sobre la dinámica del “peronismo verdadero” que pueden verse en este trabajo. Según el autor, hasta el fin de la proscripción, evocar al peronismo verdadero era remitir a una ausencia: sea la de Perón expatriado o la del pueblo excluido del juego político. En ese sentido, inclusive el propio general no fue siempre ni para todos el depositario del peronismo verdadero. A veces, aquel era colocado en el registro del peronismo empírico y entonces el evocador de lo virtual era otro: el pueblo, la clase obrera. En este caso, la representación del peronismo verdadero no se extendía a los dirigentes sindicales - tampoco en el otro, habría que agregar-. Ellos, como los líderes políticos, siempre pertenecieron al orden de lo fáctico. Esta versión del “peronismo verdadero” parece ser la que predominó en las FAR, al menos en el período analizado aquí. Esto es, una mezcla del “peronismo en sí” y “para sí” -de la conciencia política obrera fáctica o posible-, de acuerdo a que su discurso enfatizara más la descripción o la previsión. A su vez, señala Altamirano, el peronismo verdadero es siempre inactual, en un sentido constitutivo. Es decir, implica la inactualidad de lo que en el presente es siempre sólo virtual. Se trata de la inactualidad de una expectativa: el peronismo verdadero es una expectativa sobre las virtualidades del peronismo que constituyen su verdad. ¿Cuándo se ha manifestado esa verdad, en el presente reprimida? Según el autor, para los peronistas verdaderos generalmente se ha mostrado plena en el pasado. Por ello, el tiempo de la expectativa -del retorno de Perón y/o del rescate del peronismo de los trabajadores- y el del pasado, son los dos dominios temporales del peronismo verdadero. Para el caso de las FAR, y de quienes buscaban su conjunción con el socialismo, habría que añadir que en esa simultaneidad de tiempos, se lo manifestara abiertamente o no, en realidad la expectativa del retorno y/o el rescate implicaba una apuesta por un futuro diferente.
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[1] El presente trabajo es producto de la investigación realizada para mi tesis doctoral, titulada Las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Orígenes y desarrollo de una particular conjunción entre marxismo, peronismo y lucha armada (GONZÁLEZ CANOSA, 2013a). Una versión preliminar del texto fue discutida en la Mesa “Razón y Revolución. Radicalización política y modernización cultural (1955-1975)” de las VIII Jornadas de Sociología de la UNLP, Ensenada diciembre 2014. Agradezco los comentarios realizados por el Dr. Omar Acha y el resto de los participantes de la Mesa.
[2] Sobre los orígenes de las FAR puede verse González Canosa (2011, 2012 y 2013b).
[3] Carlos Olmedo nació en 1944 en Paraguay. Tuvo un breve pasaje por la Federación Juvenil Comunista durante los últimos años del secundario en el Colegio Nacional Buenos Aires. Luego estudió Filosofía en la UBA y colaboró junto a Oscar Terán en la revista político-cultural La Rosa Blindada. Trabajó en el servicio de psiquiatría del policlínico de Lanús con su suegro, Mauricio Goldemberg, y en la Fundación Gillette. Paralelamente, viajó a Cuba con el objetivo de sumarse a la campaña del “Che” en Bolivia y luego se integró a la sección argentina del “Ejército de Liberación Nacional” (1968-1969) bajo el mando de “Inti” Peredo. Finalmente, luego de liderar uno de los grupos fundadores de las FAR, se convirtió en el máximo dirigente de la organización hasta noviembre de 1971, cuando murió en el llamado “combate de Ferreyra”, un operativo frustrado realizado junto a FAP y Montoneros cuyo objetivo era secuestrar a un directivo de la empresa FIAT en Córdoba (GONZÁLEZ CANOSA, 2013a).
[4] Un análisis de esa polémica, sin dudas entre las más importantes que tuvieron lugar en el campo de las organizaciones armadas de los setenta, puede verse en González Canosa (2013a, p. 170-182).
[5] Olmedo citaba una carta de Engels a Schmidt fechada en 1890, donde aquel refería la conocida frase de Marx y afirmaba: “La concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos de ésos, para los cuales no es más que un pretexto para no estudiar la historia” (FAR [1971], 1973a, p. 41). El resto de la carta tenía un espíritu similar, que expresaba la perspectiva que Olmedo quería plantear. Allí, Engels enfatizaba que aquella concepción era “sobre todo, un guía para el estudio” y que había que examinar “de nuevo toda la historia, investigar en detalle las condiciones de vida de las diversas formaciones sociales”. (ENGELS, 1957, p. 771).
[6] En términos más generales, por esos años la influencia de Althusser fue notable. Trabajos como los de Celentano (2007) y Starcenbaum (2011 y 2013) han indagado sus diversas formas de recepción en la “nueva izquierda” intelectual y política argentina de los sesenta y setenta.
[7] Para entonces, ya se había publicado en español Clases sociales y poder político en el estado capitalista (1969), una de las obras más conocidas del discípulo de Althusser.
[8] En todo caso, y aún sosteniendo la influencia de Althusser, siempre es difícil determinar el tipo de recepción realizada, que en Argentina fue sumamente variada y nutrió prácticas políticas también muy disímiles (Celentano, 2007).
[9] Como nota al margen, puede realizarse aquí un breve paralelismo entre aquello que para las FAR constituía “la clave de interpretación del fenómeno peronista” -cuya búsqueda, según Altamirano (2001a) signaba la cultura política de izquierda desde 1955- y las derivas sobre el tema en el campo académico. Sobre todo considerando que, dadas sus trayectorias previas, estos militantes no eran ajenos a los debates intelectuales que se daban dentro y fuera de las aulas universitarias. Sin dudas, en la visión de las FAR la adhesión de los trabajadores al peronismo constituía una opción claramente racional en términos de sus intereses de clase. Es decir, porque con ello satisfacían necesidades materiales largamente postergadas, tal como señalaron Murmis y Portantiero (1972) en su polémica con Germani ([1962] 1968). Con todo, este último autor había llamado la atención sobre una dimensión descuidada por aquellos que luego fue retomada desde distintas perspectivas por otros intelectuales. Entre ellos, Torre (1989), fuertemente influido por los planteos de Alain Touraine, o James (1999), a partir del análisis de la “experiencia” de la clase obrera peronista en términos del marxismo británico. Nos referimos a la dimensión política y cultural de aquellas adhesiones, lo cual, permitía dar cuenta de la constitución -y sobre todo de la persistencia- de nuevas identidades colectivas populares. Como puede verse, esta última dimensión constituyó el eje central de los planteos de las FAR sobre el peronismo. En algunos puntos y más allá de las valoraciones políticas, su parentesco con el enfoque que James desarrollará años después resulta notable.
[10] Luchas, por cierto, de orden diverso que se librarán en terrenos también muy distintos. Apuntemos solamente que sus diferencias con la izquierda armada -básicamente el PRT-ERP- buscaban saldarse mediante el debate crítico y durante un tiempo no impidieron el accionar conjunto. Mientras tanto, sus disputas con otros sectores del movimiento se desarrollarán mediante una lucha de “calibre” muy distinto.
[11] Con Bourdieu, y más atrás con Weber (1969, p. 170-204), desligamos aquí el concepto de legitimidad de todo sentido normativo que vaya más allá del que estaba en juego en las luchas de los propios actores.
[12] Las disputas de las FAR por la “visión legítima” del marxismo pueden verse en su polémica con el ERP (GONZÁLEZ CANOSA, 2013a, p. 170-182).
[13] En la frase citada resuena la voz de Lenin cuando afirmaba en el ¿Qué hacer?: “La política trade-unionista de la clase obrera es precisamente la política burguesa de la clase obrera” (1960, p. 92, subrayado en el original).
[14] Entre otras medidas, Lanusse creó en mayo de 1971 la Cámara Federal en lo Penal (conocida como el “Camarón” o la “Cámara del Terror”). Este tribunal especial, cuyos jueces eran designados por el Poder Ejecutivo, tenía por objetivo juzgar exclusivamente a los detenidos acusados de “subversión y terrorismo” (CHAMA, 2010: 205). A su vez, aún antes de los fusilamientos de Trelew ocurridos en 1972, ese tipo de medidas se combinó con casos de represión ilegal que tuvieron gran trascendencia pública y que contaron entre sus víctimas a varios militantes de las FAR, como Juan Pablo Maestre y Mirta Misetich, y a compañeros de su previa historia guevarista, como Marcelo Verd y Sara Palacio.
[15] Exponente de lo que las FAR denominaban “peronismo conciliador”, Paladino representaba al movimiento en “La Hora del Pueblo”, un nucleamiento formado a fines de 1970 por distintos partidos políticos para reclamar elecciones. Paladino fue sustituido por Héctor J. Cámpora como delegado personal de Perón a fines de 1971.
[16] Las otras acciones, también realizadas con el objetivo de conseguir armas y demás cuestiones para consolidar la infraestructura de la organización, fueron el asalto al destacamento policial de Virreyes (Buenos Aires, 4/4/71) y a la subcomisaría de Villa Ponzatti (La Plata, 10/4/71). Los comunicados de esas acciones en FAR (1971c, 1971d, 1971e).
[17] Tal había sido, ya en 1970, uno de los motivos esgrimidos por Montoneros para matar a Pedro Eugenio Aramburu, quien por entonces sustentaba una postura que perfilaba, en germen, los planes de Lanusse (GILLESPI, 1998, p. 122).
[18] Altamirano utiliza el término partisano enfatizando tanto el carácter de combatientes de estos militantes, como la dimensión esencialmente política de su apuesta. De allí que cite la definición de Schmitt: “El partisano combate dentro de una formación política y justamente el carácter político de sus acciones valoriza el significado originario de la palabra partisano. En efecto, este término deriva de partido y remite al vínculo con una parte o con un grupo de algún modo combatiente, ya sea en guerra, ya en política activa.” (Schmitt, 1984, citado por ALTAMIRANO, 2001b, p. 128).
[19] Interpretaciones semejantes pueden verse no sólo en documentos de Montoneros (1971) y FAP (1971) sino en escritos de la izquierda peronista que datan de mediados de los sesenta (MRP, 1964).
[20] El documento citado, conocido como el “Balido de Rawson”, fue escrito en la cárcel por dirigentes de FAR y Montoneros y su objetivo era fijar acuerdos políticos para un proceso de fusión que ambas organizaciones avizoraban cercano. Allí, se proponía que el futuro Ejército popular que buscaban gestar se denominara “Ejército Peronista Montonero”. Sin embargo, cabe destacar que, respecto de la valoración del rol de Perón, las consideraciones allí vertidas son más representativas del pensamiento de las FAR que de Montoneros. Así lo destaca Lewinger en el testimonio citado, quien además sostiene que la distinta caracterización del liderazgo del general era uno de los principales puntos de fricción entre ambas organizaciones fuera de la cárcel. Y, también, Fernando Vaca Narvaja, quien, habiendo participado de la redacción del documento, aclara que el escrito fue criticado por la dirigencia montonera que no se encontraba en el penal justamente por calificar a Perón como líder popular y no como un líder revolucionario (VACA NARVAJA y FRUGONI, 2002: 130).